El régimen cubano ha sacado pecho recientemente por haber recaudado más de mil millones de pesos en 425 mil multas impuestas solo en el primer trimestre del año. Según medios oficialistas, esto es una muestra de “eficiencia”, y celebran con orgullo que se ha cobrado el 90,1% del total. Pero detrás de estos números se esconde una verdad más cruda: el Estado cubano reprime y estrangula al único sector que todavía intenta mantener viva la economía nacional: los emprendedores.
En lugar de fomentar la producción, premiar la creatividad o aliviar la carga de quienes generan bienes y servicios en medio de una escasez desesperante, el gobierno se dedica a multar, sancionar y perseguir. La cifra de multas revela más que una gestión eficaz: es el reflejo de una maquinaria de control que no produce ni alimenta, pero sí castiga con sistematicidad a quienes lo intentan.
Resulta indignante que en medio de una economía colapsada, con inflación galopante, desabastecimiento crónico y una moneda prácticamente sin valor, las autoridades prioricen la persecución de quienes hacen esfuerzos por trabajar. No se trata de una estrategia fiscal racional, sino de una política de represión económica encubierta. El gobierno parece convencido de que a fuerza de multas va a sanear una economía que él mismo ha destruido con décadas de centralismo, burocracia e ineficiencia.
Mientras los ciudadanos sortean apagones, transporte casi inexistente y precios fuera del alcance del salario promedio, el Estado utiliza todos sus recursos institucionales —desde la Policía Nacional Revolucionaria hasta los inspectores de la Dirección Integral de Supervisión— para imponer sanciones. El aparato represivo no descansa: ni siquiera el pan de la mesa del cubano escapa a las multas.
En lugar de alentar a los pequeños negocios que hoy suplen lo que las tiendas estatales no ofrecen, el Estado les responde con penalizaciones constantes. Se habla de “multirreincidentes” como si se tratara de delincuentes peligrosos, cuando en realidad muchos de ellos son vendedores informales, transportistas, cuentapropistas, agricultores… personas que apenas sobreviven ante la indiferencia oficial.
Y para colmo, se criminaliza el impago: quien no puede pagar la multa es ahora un delincuente. Embargos, cobros forzosos y hasta expedientes penales son el destino de miles de cubanos que, en lugar de recibir apoyo, son convertidos en enemigos del Estado. ¿Qué clase de gobierno considera a sus trabajadores más esforzados como “contraventores” por no tener con qué pagar una sanción?
La recaudación por multas no es un logro. Es un síntoma alarmante de un sistema que vive del castigo porque ha fracasado en todo lo demás. Ni produce, ni abastece, ni permite que otros lo hagan. En vez de ser motivo de orgullo, estas cifras deberían provocar vergüenza nacional. Porque cuando un país recauda más castigando que produciendo, lo que hay no es gobernabilidad, sino una economía del castigo.
Lo que Cuba necesita no son más inspectores ni más multas, sino libertad para trabajar, producir y emprender sin miedo. Mientras el gobierno continúe con esta estrategia de represión disfrazada de orden, lo único que crecerá serán las estadísticas del fracaso.
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