Maura Vázquez despierta cada día con la misma oración en los labios: “Dios mío, devuélveme a mi hija.” Han pasado casi seis meses desde que Doraiky desapareció, y cada amanecer es un suspiro de esperanza mezclado con dolor.
En la sala de su casa en Lawton, La Habana, el retrato de Doraiky reposa sobre la mesa, como si esperara también a que se abriera la puerta.
No hay rincón del barrio que Maura no haya recorrido. Ha pegado carteles, compartido publicaciones, hablado con desconocidos, ofrecido recompensas. Pero lo que más ha dado es amor ¡Amor que duele, que arde, que no se resigna!
Doraiky no es solo una mujer desaparecida. Es madre de dos niños que aún preguntan por qué mamá no vuelve. Es hija, esposa, amiga. Una mujer con una sonrisa grande, de esas que iluminan la casa aunque haya apagón. La pérdida de memoria transitoria que padece hace todo aún más desesperante, porque podría estar allí afuera, confundida, esperando que alguien la reconozca.
En las redes, Maura escribe con el alma desnuda: “Te pido un milagro, Dios. Devuélveme a mi hija. Se me va la vida esperándola.” Y es cierto. Cada día sin Doraiky es un pétalo que cae de su corazón. Pero ella no se rinde, porque una madre no abandona jamás la búsqueda de su hija.
La Alerta Yeniset fue activada, colectivos feministas alzaron la voz, pero las autoridades siguen sin respuestas. La incertidumbre es un castigo silencioso. La familia ha hecho todo lo humanamente posible, y aún así, el tiempo parece burlarse de su dolor.
Pero este no es solo un pedido de ayuda. Es un grito de amor. Es una madre que, con el alma rota, se niega a olvidar. Porque mientras Doraiky esté ausente, la casa no está completa, los abrazos no se terminan de cerrar, y la vida se siente suspendida.
Si la ves, si sabes algo, si puedes ayudar, hazlo. Porque en algún lugar de esta Isla, hay una madre que sigue orando, que sigue esperando ese milagro: el regreso de su hija.
Y cuando ese milagro ocurra, el mundo será testigo de cómo el amor de una madre venció al silencio.
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