El diario Escambray, órgano oficial del Partido Comunista en Sancti Spíritus, ha publicado recientemente un artículo titulado “La usurpación no puede legalizarse”, en el que lanza una dura crítica contra mujeres, muchas de ellas madres solteras con varios hijos, que han ocupado inmuebles estatales abandonados, como antiguos consultorios médicos o locales vacíos. El texto, lejos de contextualizar el fenómeno como síntoma de una crisis habitacional profunda, apela a un discurso de orden legalista, sin una pizca de sensibilidad hacia las causas estructurales del drama.
En lugar de preguntarse por qué estas mujeres se ven obligadas a irrumpir en locales del Estado, Escambray las condena con el mismo tono que se reservaría para una banda de delincuentes. Los adjetivos son duros, el relato abunda en detalles escandalosos, y se destaca el “perjuicio” a pacientes o al personal médico. Pero lo que no aparece en todo el texto es la palabra “pobreza”, ni se mencionan las condiciones materiales de existencia que empujan a cientos de familias cubanas al borde del abismo.
La ocupación de inmuebles vacíos no es un fenómeno nuevo en Cuba, pero sí es creciente. El propio intendente citado por el periódico admite que en la provincia no se construye un edificio desde hace más de tres años. Además, reconoce que existen más de 400 madres con tres o más hijos en situación crítica de vivienda. ¿Qué ha hecho el Estado por ellas? Poco o nada. La respuesta gubernamental ha sido siempre la misma: lentitud burocrática, promesas incumplidas y un abandono sistemático de las obligaciones mínimas que debería asumir cualquier gobierno.
La nota de Escambray omite, convenientemente, señalar que en Cuba no hay materiales de construcción asequibles para la población. Tampoco se reconocen los altos precios del mercado informal o el hecho de que muchas viviendas colapsan sin que el Estado ofrezca soluciones dignas. Los subsidios son escasos y mal gestionados, las entregas de casas nuevas son ínfimas y, cuando se realizan, suelen estar marcadas por favoritismos políticos o clientelismo.
Más grave aún es que se intente presentar a estas madres como amenazas al orden público. ¿Acaso no debería cuestionarse primero el rol del Estado que no ha garantizado el derecho a una vivienda digna, consagrado incluso por la Constitución que ellos mismos redactaron? ¿Qué sentido tiene perseguir a los más pobres por intentar sobrevivir, cuando el aparato estatal ni construye ni protege?
El artículo incluso reprocha a la comunidad por no actuar “con rapidez” para denunciar a estas mujeres, y lamenta que a veces las apoyen. Tal vez porque los vecinos, al igual que ellas, conocen la desesperación de no tener dónde dormir con sus hijos, de vivir hacinados o bajo techos a punto de desplomarse.
Mientras Escambray se dedica a fiscalizar a madres que buscan un techo para sus hijos, guarda silencio sobre los privilegios de funcionarios que habitan en casas reparadas con recursos públicos, o sobre la corrupción que ha acompañado numerosos proyectos habitacionales en el país. La doble moral de los medios oficialistas cubanos no sorprende, pero sí indigna: invisibilizan la miseria y luego condenan las consecuencias inevitables de esa miseria.
Criminalizar a quienes han sido abandonados no es periodismo: es propaganda al servicio del poder. La verdadera pregunta no es por qué estas madres ocupan locales, sino por qué en Cuba no tienen otra alternativa.
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