La utilización de niños para ejecutar actos de repudio frente a la sede de la UNPACU, especialmente tras la detención de José Daniel Ferrer, representa una de las formas más viles y cobardes de represión política.
Escudarse en menores de edad —sustraídos de sus escuelas sin el consentimiento de sus padres— para atacar simbólicamente a un hombre encarcelado e indefenso, no solo denota la bajeza moral del régimen cubano, sino que constituye una grave violación de los derechos del niño.
Esta práctica revela el grado de descomposición ética del sistema: ya no basta con castigar físicamente al opositor, sino que se busca degradarlo públicamente, orquestando una humillación a través de inocentes que ni comprenden el contexto ni pueden negarse.
La presencia de agentes de la Seguridad del Estado disfrazados de civiles, junto a maestros e instituciones educativas, muestra cómo se difumina cualquier línea entre la represión política y el adoctrinamiento institucional.
Además, realizar este espectáculo apenas horas después de haber detenido violentamente a Ferrer, amenazando incluso con arrebatarle la custodia de su hijo a su esposa, es una forma de terrorismo psicológico: el régimen no sólo persigue al disidente, sino que apunta a destruir todo su entorno, incluyendo el núcleo familiar y la infancia.
Usar a niños como armas ideológicas y escudos humanos no solo es un acto de cobardía, sino también un crimen moral. Es la confirmación de que la maquinaria represiva del Estado ha renunciado a cualquier vestigio de humanidad en su desesperación por callar voces libres.
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