La reciente revocación del líder opositor Félix Navarro, confirmada por el Tribunal Supremo Popular mediante un comunicado firmado por Maricela Sosa Ravelo, no es una anomalía ni un giro desesperado del régimen cubano. Es, por el contrario, una jugada calculada, un acto de poder en su forma más cruda. A diferencia de lo que muchos afirman —que el régimen actúa por miedo—, estas decisiones son manifestaciones de fuerza. No tienen que temer porque han aprendido, durante más de seis décadas, que no hay consecuencias.
Navarro, quien fue encarcelado y excarcelado como parte del ciclo constante de represión selectiva que el régimen ejecuta con precisión quirúrgica, es ahora revocado de su libertad. Esta revocación no necesita explicación ni justificación legal real, porque en Cuba la legalidad es un disfraz del autoritarismo. El mensaje es claro: el poder decide y nadie puede detenerlo.
Muchos cubanos dentro y fuera del país reaccionan con indignación. Las redes se llenan de denuncias, hashtags, llamados a la conciencia internacional. Pero todo esto es efímero, simbólico, y a menudo inconsecuente. Mientras tanto, la maquinaria estatal sigue su curso sin freno, sin oposición efectiva, sin consecuencias reales. ¿Por qué habrían de detenerse si los mecanismos internacionales que podrían presionar al régimen —como la Unión Europea o Estados Unidos— han demostrado una tolerancia que bordea la complicidad?
Europa sigue financiando proyectos de cooperación con una dictadura que revoca opositores, reprime protestas pacíficas, criminaliza la disidencia y controla cada aspecto de la vida social. Estados Unidos mantiene sanciones, sí, pero se resiste a tomar medidas que cambien de forma sustantiva la relación de poder en la isla. El resultado es un sistema que ha aprendido a sobrevivir entre los intersticios de la condena verbal y la inacción práctica.
La responsabilidad no es solo de los gobiernos foráneos. También recae sobre nosotros, los cubanos. Hemos normalizado la injusticia, racionalizado la represión, y esperado que alguien más haga el trabajo de enfrentar al poder. Cada vez que se produce una revocación como esta y no pasa nada, el régimen confirma su hipótesis: pueden hacerlo todo y no pagar ningún precio.
Félix Navarro es hoy un símbolo más de esa impunidad sistemática. No porque sea el único o el más conocido, sino porque su caso refleja esa dinámica perversa en la que todos participamos de algún modo. Su revocación es una advertencia: el poder se siente cómodo, impune, y dispuesto a todo.
Si no hay un cambio en la ecuación —internamente o desde el exterior—, los próximos en ser revocados, reprimidos o silenciados ya están en la lista. Solo es cuestión de tiempo. Y mientras el tiempo pasa, el régimen se fortalece en su arrogancia.
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