Cada jueves al caer la tarde, el parque Las Arcadas de Santa Clara se convierte en un punto de encuentro silencioso y doloroso: un grupo de ancianos espera la llegada de una motoneta conducida por dos voluntarios, quienes reparten alimentos que, para muchos, serán la única comida del día. El primer jueves de este mes, sirvieron un caldo de pollo con viandas; en otras ocasiones, si hay suerte, el menú incluye carne o picadillo, lujos que ninguno de los presentes puede costear siquiera dos veces al mes.
José, de 82 años, pide dos raciones para compartir con su esposa, que no pudo acudir. Suele ganarse la vida revendiendo cigarros y cuchillas de afeitar en los portales del centro de la ciudad. Aunque trabajó gran parte de su vida como especialista en Economía, su pensión es insuficiente y desde su jubilación ha asumido tareas como ayudante de albañilería, recolector de escombros o vendedor ambulante. “Mira que lucho en la calle y ni así me alcanza. Mírame aquí, de pedigüeño”, dice mientras bebe el caldo directamente del envase y ruega que no le tomen fotos: “Tengo un hijo en otra provincia y no quiero que me vea así”.
La suya no es una historia aislada. En zonas céntricas de la ciudad es común encontrar a ancianos trabajando bajo el sol, buscando comida o vendiendo objetos reciclados para sobrevivir. Muchos hurgan en los basureros en busca de latas vacías, que luego venden a mejor precio en el mercado informal que en el estatal. Estos actos, considerados por las autoridades como “ilegales del trabajo por cuenta propia”, son calificados por funcionarias como la exministra Marta Elena Feitó como una elección de “modo de vida fácil”.
Villa Clara es la provincia más envejecida del país. Sin embargo, basta caminar por sus calles para constatar cómo la supuesta etapa del retiro se ha convertido en una extensión forzada de la vida laboral para miles de adultos mayores. Mientras la prensa oficial se enfoca en quienes han sido reinsertados en centros estatales, ignora el alto número de jubilados que trabajan informalmente, sin ningún respaldo institucional.
Julián Marrero, veterinario retirado de 80 años, intenta vender cinturones de cuero cerca de la terminal de ómnibus. Con una pensión inferior a los 2.000 pesos, afirma que sin ese ingreso extra no podría vivir. “Hoy, por ejemplo, no he vendido ninguno”, lamenta. Muy cerca de él, Alex y Arturo, ambos de más de 60 años, cosen suelas de zapatos con hilo que obtienen de los sacos de arroz donados por vecinos. Lo poco que ganan les permite comer y fumar algún cigarro.
La narrativa oficial suele culpar a las familias por el abandono a los ancianos. Pero muchos, incluso aquellos con hijos profesionales, se ven obligados a trabajar para mantener sus hogares. Ejemplo de ello es el doctor en Ciencias Raúl González Hernández, creador del suplemento Trofin, quien a sus 80 años sobrevive vendiendo café en su barrio.
Silvio Venegas, zapatero ambulante, aún no ha cumplido 65, pero dice sentirse como un viejo. Vive en los bancos de la antigua terminal de autobuses, no posee nada más que la ropa que lleva puesta, y sobrevive recolectando restos de comida que otros desechan. “Un día me van a encontrar sin vida en algún matorral, y a nadie le va a importar”. La vejez en Cuba, al menos para muchos, no representa descanso ni respeto. Representa resistencia. Y hambre.
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