Cuba sufre un desangramiento silencioso que no solo se refleja en los aeropuertos, sino también en los campos vacíos, en las calles de pueblos deshabitados y en una migración interna que amenaza con redefinir el mapa social y económico del país. Miles de jóvenes abandonan cada año las zonas rurales y las provincias orientales, no hacia el extranjero, sino rumbo a las ciudades, principalmente La Habana, en busca de un porvenir que sigue postergándose.
Este fenómeno, subestimado durante años, representa hoy uno de los mayores retos estructurales que enfrenta la nación.
El demógrafo Antonio Ajas, director del Centro de Estudios Demográficos de la Universidad de La Habana, ha alertado que “la movilidad interna es hoy más intensa que nunca”, afectando profundamente la productividad agropecuaria y el equilibrio poblacional.
“Las zonas rurales están despobladas y envejecidas”, advierte, lo cual supone un freno insalvable al desarrollo económico, a la producción alimentaria nacional y al sostenimiento básico de la vida en las comunidades.
"El fenómeno es doblemente devastador: se van los jóvenes que pueden trabajar y construir, y se quedan los mayores en pueblos sin escuelas, sin médicos, sin niños ni maestros", apuntan economistas independientes. El éxodo hacia el exterior ha sido masivo, pero el vaciamiento interno —invisible en cifras oficiales— es igual de alarmante.
Según datos de la Oficina Nacional de Estadística e Información (ONEI), más de 250,000 cubanos emigraron en 2024. Sin embargo, estudios paralelos elevan esa cifra a 545,000 y denuncian que Cuba podría haber perdido el 24% de su población desde 2020, quedando en apenas ocho millones de habitantes.
La natalidad, además, se desploma año tras año. La población mayor de 60 años ya supera el 25% del total.
"Este tipo de contracción poblacional solo se ve en contextos de guerra", asegura el economista Juan Carlos Albizu-Campos. "Estamos ante una catástrofe demográfica sin precedentes". El drama es profundo y estructural: el campo se vacía, las ciudades colapsan y el Estado, sin censo desde 2012 ni políticas concretas, no logra detener la sangría.
Mientras tanto, la pregunta permanece abierta: ¿qué país queda cuando se van los que siembran, curan, enseñan y sueñan? La respuesta, por ahora, parece tan desoladora como las calles abandonadas del interior cubano.