La historia reciente de la economía cubana puede contarse a través de dos nombres: Marino Murillo Jorge y Alejandro Gil Fernández. Dos ministros de distintos estilos, pero moldeados por la misma estructura: la del poder centralizado, la opacidad institucional y la responsabilidad delegada solo hasta donde conviene. Ambos fueron exaltados como “arquitectos” de las reformas económicas; ambos acabaron señalados por los mismos males que supuestamente debían corregir.
Sus trayectorias personales muestran con nitidez cómo opera el sistema político cubano: el éxito se atribuye al Partido; el fracaso, al individuo.
Marino Murillo Jorge: Nacido en 1961 en Pinar del Río, es economista de formación militar. Hizo carrera dentro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias y luego en el Ministerio de Economía y Planificación (MEP). En 2009, en medio de la crisis financiera global y del agotamiento del modelo interno, fue nombrado ministro de Economía y Planificación. Dos años después, cuando Raúl Castro lanzó los Lineamientos de la Política Económica y Social del Partido, Murillo se convirtió en el rostro del reformismo oficial.
Su cargo clave fue como jefe de la Comisión Permanente para la Implementación y Desarrollo de los Lineamientos, organismo creado especialmente para conducir la “actualización del modelo”. En 2011, durante el VI Congreso del Partido, Raúl Castro lo presentó como un cuadro “disciplinado y preparado, en quien confío plenamente para conducir la actualización económica del país”. Murillo hablaba de descentralizar, de permitir más espacio a la iniciativa privada, de corregir el sistema cambiario dual, de atraer inversión extranjera. Sin embargo, el proceso se topó con el muro habitual: la resistencia política a perder control. Las reformas quedaron a medio camino; muchas se revirtieron o se congelaron.
Para 2016, los resultados eran inocultables: estancamiento productivo, ineficiencia, aumento de la dependencia importadora. Murillo comenzó a desaparecer gradualmente de los titulares. En 2021 fue relevado del cargo de presidente de la comisión de reformas, y, sin anuncio oficial, trasladado a Tabacuba, el poderoso conglomerado estatal del tabaco cubano.
El otrora “zar económico” pasó al sector más rentable de exportación, sin rendir cuentas públicas por el fracaso de su gestión. Ningún tribunal, ninguna acusación, ningún escándalo. Solo un descenso en el escalafón, pero dentro del círculo privilegiado del poder económico estatal.
Alejandro Gil, nacido en 1963, también economista, tuvo una trayectoria más discreta. Trabajó en el Ministerio de Turismo y en empresas estatales antes de llegar, en 2009, como viceministro del MEP, donde se formó bajo la sombra de Murillo. En 2018, tras la salida definitiva de este, fue designado ministro de Economía y Planificación, ya bajo el mandato de Miguel Díaz-Canel. Al año siguiente se convirtió en viceprimer ministro del Gobierno.
Su perfil era distinto al de Murillo: menos carismático, más técnico, más obediente. Representaba la continuidad del modelo con un rostro joven, disciplinado, sin aspiraciones de poder propio. Su misión principal fue la Tarea Ordenamiento, lanzada en 2021: eliminar la dualidad monetaria y “sanear” las finanzas internas.
Pero el resultado fue desastroso. Los salarios se multiplicaron nominalmente, pero los precios lo hicieron diez veces más. La devaluación del peso cubano pulverizó el ahorro de millones de trabajadores. Las empresas estatales, incapaces de sostener costos reales, se hundieron en pérdidas.
Durante esos años, Gil defendía las decisiones oficiales en los medios, asegurando que “la inflación se desacelera” o que “el ordenamiento era necesario”. Mientras tanto, el país retrocedía décadas en calidad de vida: desabastecimiento, apagones, migración masiva, y una economía semidolarizada que rompió el tejido social.
En febrero de 2024, Díaz-Canel anunció su destitución inmediata. En marzo, la Fiscalía informó que Gil estaba bajo investigación por “graves errores y hechos de corrupción”. En esta ocasión, a diferencia de Murillo, el sistema necesitaba un ejemplo visible. Gil pasó de ser el rostro del ajuste a convertirse en el rostro del crimen.
La comparación entre Murillo y Gil no es solo biográfica: es política.
Murillo representó la etapa de los intentos reformistas dentro de los límites del raulismo, cuando todavía se vendía la idea de una “actualización controlada”. Gil encarna la etapa del inmovilismo total, del regreso a la obediencia, del discurso sin resultados.
Ambos fueron piezas del mismo engranaje:
Fueron promovidos por su lealtad, no por su autonomía.
Ejecutaron políticas diseñadas para parecer reformas sin alterar el control central.
Fracasaron por las mismas razones: falta de libertad económica, burocracia e ineficiencia.
Y cuando el sistema necesitó un chivo expiatorio, los usó en función del momento político.
Murillo fue protegido, reciclado en un cargo rentable. Gil, exhibido y sacrificado. Pero ambos pertenecen a la misma élite que nunca rinde cuentas ante la ciudadanía. En un modelo donde el Estado es juez, parte y propietario, el castigo no depende del delito, sino de la utilidad política del acusado.
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