En una Cuba donde la creatividad ha sido refugio, trinchera y testimonio, hoy la cultura se ve amenazada por un cúmulo de realidades que la empujan al borde de la desaparición. El país vive un proceso de descomposición cultural, con teatros vacíos, galerías cerradas y una generación entera que ya no ve en el arte un espacio para soñar, sino un lujo inalcanzable.
El éxodo masivo de artistas, uno de los fenómenos más visibles de los últimos años, ha dejado mucho más que escenarios vacíos. Ha arrancado de raíz el pensamiento crítico, la renovación estética y la energía joven que alimentaba una escena cultural diversa y provocadora. Muchos de estos creadores no han vuelto, no por desarraigo, sino porque sus espacios fueron desmantelados o dejaron de existir.
Mientras tanto, los pocos lugares que aún resisten lo hacen bajo condiciones extremas: apagones, transporte colapsado, inflación feroz y precios dolarizados para una población que apenas sobrevive con pesos cubanos. El acceso al arte se ha convertido en un privilegio; asistir a una obra, un concierto o una galería es una carrera de obstáculos donde vence el que tiene divisas o apoyo externo.
Pero lo más alarmante no es solo la falta de condiciones materiales, sino el desgaste emocional y la apatía colectiva. En un país donde sobrevivir es la prioridad diaria, la cultura se ha transformado en algo lejano, incluso innecesario para muchos. Una generación crecida entre el desencanto ya no encuentra en el arte un refugio, sino un recuerdo ajeno.
Aun así, hay destellos de resistencia. Algunos proyectos independientes sobreviven en azoteas, patios y redes sociales, confirmando que la creación artística no ha muerto del todo. También hay iniciativas estatales que, aunque menos frecuentes y variadas que antes, siguen intentando mantener viva la llama cultural. Y existen bares y espacios privados que funcionan como nuevos mecenas del arte, aunque casi siempre para una élite con acceso a divisas.
Es en estos reductos donde aún es posible ver una exposición emergente, escuchar música en vivo o disfrutar una obra de teatro. Pero la cultura, al dejar de ser un derecho colectivo para convertirse en entretenimiento exclusivo, se distancia de ese pueblo que por décadas creyó que el arte era suyo.
Hoy la pregunta no es solo qué cultura sobrevive en Cuba, sino qué país puede construirse sin sus artistas. Porque cuando la cultura se margina, no solo mueren las artes: se empobrece la nación entera, se apaga la imaginación colectiva y se diluye el sentido de futuro. Sin arte, sin crítica, sin belleza compartida, un país deja de vivir para apenas sobrevivir.
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