Durante su más reciente videoconferencia con las provincias, la cúpula del poder en Cuba —uniformada una vez más con el tradicional verde olivo— volvió a recurrir a una de las fórmulas más desgastadas del castrismo: estadísticas infladas, frases triunfalistas y discursos vacíos para encubrir la magnitud del apagón nacional.
De acuerdo con el parte oficial difundido por la Presidencia de Cuba, el ministro de Energía y Minas, Vicente de la O Levy, informó que el restablecimiento del servicio eléctrico alcanzaba un 94,5 % en Las Tunas, un 40,5 % en Holguín y un 58,7 % en Guantánamo. Sin embargo, estas cifras parecen existir solo en los informes gubernamentales.
Las propias empresas provinciales de la Unión Eléctrica (UNE) reconocen que buena parte de esos supuestos porcentajes de recuperación corresponden a pequeños sistemas aislados del Sistema Eléctrico Nacional (SEN), y no a una verdadera reconexión al sistema principal. En la práctica, muchos barrios y hospitales funcionan con generadores o microplantas, mientras la mayoría de la población continúa a oscuras.
En Granma, donde el parque solar de Río Cauto fue destruido por las inundaciones, apenas la mitad de los hogares cuenta con electricidad. Las autoridades intentan instalar torres provisionales de 110 kilovoltios para suplir las destruidas, mientras miles de familias siguen totalmente desconectadas. En Santiago de Cuba, la UNE asegura que existen “circuitos listos”, aunque la termoeléctrica Renté continúa fuera de servicio, imposibilitando cualquier restablecimiento real.
El contraste con el discurso oficial es contundente. En las provincias de Las Tunas, Holguín, Granma, Santiago y Guantánamo —donde viven cerca de cuatro millones de cubanos— persiste una situación crítica. Desde hace más de una semana, buena parte del oriente del país permanece sin electricidad ni agua, con infraestructuras colapsadas, mientras el gobierno intenta vender una narrativa de recuperación milagrosa.
Los propios datos de la UNE confirman lo contrario: 339 transformadores averiados en la región oriental, con reparaciones que dependen de materiales escasos o de importaciones que llegan a cuentagotas. A nivel nacional, el déficit de generación supera los 1.100 megavatios, y más de 500 MW de generación distribuida permanecen fuera de servicio por falta de combustible. Las termoeléctricas Máximo Gómez (Mariel), Felton (Holguín) y Diez de Octubre (Camagüey) operan al mínimo de su capacidad, incapaces de sostener la demanda.
Pese al colapso, Miguel Díaz-Canel insistió en su discurso triunfalista, apelando a la “unidad”, el “esfuerzo” y la “solidaridad”, mientras exhibía donaciones y cargamentos de ayuda como si eso compensara los días sin luz, los alimentos perdidos y la desesperanza que atraviesa los hogares cubanos.
En contraste, las redes sociales se han convertido en el altavoz del malestar popular. Los vecinos denuncian que siguen sin electricidad ni agua, sin información oficial ni soluciones reales. Muchos hospitales operan con plantas eléctricas obsoletas, y los pozos de bombeo permanecen paralizados. Los usuarios califican las cifras del ministro De la O Levy como “cifras de consuelo”, inventadas para “salvar la cara del régimen”.
La crisis no comenzó con el huracán Melissa. El ciclón solo dejó al descubierto el deterioro estructural de un sistema eléctrico hundido por años de desinversión, corrupción y abandono.
Hoy, Cuba se apaga lentamente, y mientras millones viven entre la oscuridad y la incertidumbre, el gobierno sigue bailando números ante las cámaras, intentando maquillar lo que todos ya saben: que la revolución no puede encender ni un bombillo.
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