En un país que se vanagloria de sus avances científicos, la historia del doctor en Ciencias Raúl González Hernández expone con crudeza una realidad dolorosa: la del abandono institucional.
A sus 80 años, el creador del suplemento nutricional Trofin, utilizado durante décadas para combatir la anemia ferropénica, sobrevive vendiendo café en la calle, como tantos otros cubanos que luchan por subsistir. Este científico fue durante años un orgullo nacional, pero hoy es el reflejo de una nación que olvida a quienes una vez pusieron su talento al servicio del pueblo.
La denuncia provino de su hija, Elizabeth González Aznar, también científica, quien dejó su trabajo en el Instituto "Finlay" por motivos de salud y por la presión de un sistema donde la censura y el agotamiento físico la obligaron a renunciar.
“Había que preservar la salud… Y tú me apoyaste”, escribió, dirigiéndose a su padre, en un post donde celebraba su cumpleaños, pero también dejaba ver una profunda tristeza por las condiciones de su vejez. Según relata, ni siquiera pudo conseguir empleo en centros de BioCubaFarma: el apellido se volvió una marca, no de reconocimiento, sino de exclusión.
"Mi cerebro pensó: '¿Dios mío, un científico jubilado creador del Trofin vendiendo café?' Me bloqueé", confesó su hija. "Pero tú sigues con dignidad, sin frustración. Sabes que el equivocado no eres tú, son ellos".
El Trofin fue durante más de tres décadas un suplemento vital para niños, embarazadas, ancianos, pacientes oncológicos y deportistas. Registrado en varios países y comercializado incluso en Moneda Libremente Convertible, su creador nunca recibió ni siquiera un 1% de lo que generó el producto. Ni siquiera obtuvo ayuda para reparar el automóvil que Fidel Castro le entregó en 1970 como reconocimiento a su labor.
"¿Acaso un científico vale menos que un artista o un deportista?", se pregunta Elizabeth. En una isla donde los hijos de dirigentes ostentan lujos, científicos como Raúl González Hernández envejecen entre el olvido y la necesidad. Su caso no es único, pero sí profundamente simbólico. Refleja una nación que celebra sus logros científicos en los discursos, pero que abandona a sus verdaderos protagonistas en la calle.
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