Las últimas manifestaciones ocurridas en México desataron una ola de indignación por la respuesta contundente del gobierno encabezado por la presidenta Claudia Sheinbaum. Miles de ciudadanos salieron a las calles en más de 50 ciudades para exigir seguridad, justicia y cambios profundos en un país marcado por la violencia y la corrupción. La muerte del alcalde Carlos Manzo —quien había denunciado la penetración del crimen organizado en la política local— se convirtió en símbolo del hartazgo social.
Sin embargo, la reacción del gobierno no fue conciliadora. La represión policial, que dejó más de un centenar de agentes heridos y a numerosos ciudadanos golpeados o detenidos, generó un debate nacional e internacional.
Para muchos, fue la demostración de que un gobierno que predicó “abrazos, no balazos” frente a los cárteles, sí estaría dispuesto a aplicar mano dura contra quienes exigen cambios desde la calle. Esta contradicción fue señalada por numerosos manifestantes, quienes acusan a Sheinbaum de mostrarse indulgente con el crimen organizado mientras reprime al mismo pueblo que la eligió.
Los críticos más duros consideran que México está repitiendo patrones vistos en gobiernos de izquierda en la región: benevolencia hacia ciertos grupos de poder y represión hacia la ciudadanía inconforme. Otros señalan que detrás de estas marchas existe una narrativa impulsada por partidos opositores, argumentando que la concentración no fue tan masiva como algunos medios presentaron y que se detectó un uso intensivo de bots para inflar la percepción de crisis.
Pero más allá de las interpretaciones políticas, lo cierto es que la protesta dejó expuesta una fractura real dentro de la sociedad mexicana. Jóvenes, jubilados e incluso personas discapacitadas —como la abuela que asistió en su silla de ruedas— salieron a exigir un país más seguro y un liderazgo que actúe sin excusas frente al crimen.
Para ellos, acusar de “pagados” a todos los manifestantes es una falta de respeto y una estrategia para minimizar el descontento legítimo de quienes viven diariamente la inseguridad, la pobreza o la falta de oportunidades.
En medio de este escenario, las opiniones se polarizan: unos aseguran que la represión es injustificada y evidencia un giro autoritario; otros creen que hubo grupos violentos que justificaron la actuación policial. Lo que nadie niega es que México está lejos de alcanzar la estabilidad prometida, y que la confianza entre gobernantes y gobernados se está erosionando aceleradamente.
Para muchos, este fue el día en que México perdió la paciencia. Y temen que apenas sea el comienzo.
Del perfil de Lara Crofs
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