Mientras miles de cubanos en Holguín, Las Tunas y Granma siguen atrapados entre el fango, los escombros y la desesperación que dejó el huracán Melissa; Lis Cuesta, la esposa de Miguel Díaz-Canel, brilla por su indiferencia.
La mujer que se autodenomina “incondicional al servicio de Cuba” no ha tenido ni el más mínimo gesto de humanidad hacia los damnificados de su propia tierra natal. Ni una palabra de consuelo, ni una visita solidaria, ni una imagen con botas en el lodo.
Lis Cuesta parece tener alergia al sufrimiento del pueblo. Prefiere los eventos culturales de élite, los viajes al extranjero y las sesiones fotográficas cuidadosamente planeadas donde exhibe bolsos, zapatos, joyas y cosméticos y teléfonos de lujo, tan inaccesibles como ofensivos para los cubanos de a pie. Mientras los niños de Holguín duermen sobre colchones mojados y los ancianos cocinan con leña entre ruinas, ella posa sonriente entre copas de vino y salones iluminados.
Su última publicación antes del desastre fue un mensaje vacío en X (Twitter), más preocupada por culpar a Estados Unidos que por mostrar empatía: “Melissa augura daños terribles. Pese al criminal cerco, el Estado cohesiona todo un país...”. Desde entonces, silencio absoluto. Ni una mención a las familias sin techo, ni un gesto hacia los voluntarios que se parten el alma rescatando vidas.
Su reciente reaparición en redes fue para comentar una presentación de un libro sobre Martí en Nueva York, como si Cuba no estuviera partida en dos. Ese cinismo es la marca registrada de una clase gobernante que se cree intocable, que vive en “Palacio” rodeada de aire acondicionado, escoltas y privilegios, mientras el país real se desangra en apagones, hambre y miseria.
Lis Cuesta, la “no primera dama” que nunca ha acompañado al pueblo en una tragedia, encarna la desconexión total del poder en Cuba. Una mujer que nació en Holguín, pero ha renegado de su tierra con su silencio cobarde.
En un país donde la mayoría sobrevive con lo justo, ella representa la obscenidad del lujo oficial, el rostro cínico del régimen. Su indiferencia no solo es vergonzosa, es criminal. Porque en tiempos de dolor, callar es una forma de complicidad.
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