Mientras el periódico oficialista Invasor, de la provincia de Ciego de Ávila, reporta con evidente celo institucional que se han detectado más de 4,000 “ilegalidades” en tierras entregadas en usufructo, lo que realmente aflora en esta noticia no es el desorden del campesinado, sino la absoluta ineficiencia del sistema estatal que asfixia la producción agropecuaria en Cuba.
En un país donde la tierra sigue perteneciendo al Estado, y donde hasta un cobertizo para guardar herramientas requiere permisos, planos y bendiciones burocráticas, es insólito —y al mismo tiempo completamente predecible— que hayan proliferado las llamadas “bienhechurías ilegales”: casas de tabaco, almacenes, vaquerías, incluso viviendas levantadas sin “estatus legal”. Pero, ¿quién puede producir alimentos bajo un esquema tan rígido, lleno de inspecciones, controles cruzados y leyes que cambian constantemente?
El artículo de Invasor intenta presentar este fenómeno como el resultado de un ejercicio ejemplar de control institucional, cuando en realidad pone en evidencia un sistema que ha fracasado en su misión de apoyar al productor agrícola. El propio Estado entrega tierras en usufructo a campesinos que, ante la urgencia de producir y sobrevivir, construyen lo que necesitan con sus propios medios. Pero luego llega el aparato institucional a declarar “ilegales” esas soluciones prácticas, como si no hubieran sido necesarias desde el primer momento.
Las palabras de las funcionarias entrevistadas en el artículo dejan clara la visión vertical y punitiva del aparato estatal: supervisores del Instituto Nacional de Ordenamiento Territorial y Urbanismo visitan fincas no para ayudar, sino para eliminar lo que no se ajusta a las reglas. ¿Y qué reglas son esas? Las que dicen, por ejemplo, que no se puede tener una piscina en una finca (porque eso ya sería “lujo”), o que la vivienda familiar del usufructuario debe cumplir con un conjunto de formalidades absurdas para ser considerada legal.
El colmo de la contradicción es que ahora el mismo Estado que permite estas irregularidades por omisión o negligencia, se presenta como el gran organizador que va a “ordenar” lo desordenado, aplicando decretos recientes como el 105 y el Acuerdo 9933, los cuales más que facilitar, añaden otra capa al laberinto jurídico que enfrenta el campesinado cubano.
Lo que queda claro es que, en Cuba, producir alimentos nunca ha sido solo una tarea del campo, sino una carrera de obstáculos diseñada por burócratas. La nota de Invasor, lejos de ser un informe institucional transparente, es una muestra del autoengaño oficialista: culpar al campesino por las consecuencias de un sistema que no le da más remedio que construir sin permiso para poder sembrar, criar y sobrevivir.
Mientras tanto, los resultados están a la vista: tierras improductivas, mercados vacíos y una población cada vez más dependiente de la importación de alimentos. Y todo porque en Cuba, incluso cultivar una mata de plátano puede convertirse en un acto ilegal.
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