En la terminal de Villanueva, en La Habana, cada día se agolpan decenas de cubanos con la esperanza de conseguir un pasaje hacia el interior del país. La espera puede extenderse por tres o cuatro días. No hay bancos, ni ventilación adecuada, ni acceso constante a agua potable. Los servicios sanitarios dan asco.
Algunos duermen en el suelo, otros se recuestan sobre sus mochilas, todos bajo la tensión constante de no saber si ese día saldrá o no un ómnibus que les permita reunirse con sus familias, especialmente en fechas como el Día de las Madres.
“Estamos como en la serie Aquí no hay quien viva”, comentó un internauta en el sitio 14ymedio, describiendo el caos, la desesperación y el hacinamiento que marcan la vida en esta estación.
Aunque el pasaje más barato dentro de la zona occidental ronda los 1.000 CUP, viajar hasta provincias más lejanas como Villa Clara, Camagüey u Holguín puede costar entre 3.000 y 5.000 CUP. Un precio exorbitante para quienes sobreviven con un salario promedio estatal que no cubre ni una semana de comida.
Y eso, si hay suerte. Porque muchas veces no llega ningún ómnibus.
La frecuencia de salidas se ha reducido drásticamente y cuando aparece uno, apenas tiene cupo para una docena de pasajeros. El resto debe resignarse a seguir esperando o recurrir al transporte privado, donde un viaje en camión sin seguridad, hacinados y sin ventilación adecuada puede costar hasta 7.000 CUP.
No hay una pizarra que informe con claridad, no hay autoridad que dé explicaciones. Solo rumores, listas improvisadas y frustración. Mientras, los revendedores hacen su agosto vendiendo turnos o prometiendo plazas a cambio de pagos por debajo de la mesa.
Lo que debería ser un simple traslado entre provincias se ha convertido en una odisea.
Una combinación de crisis del transporte, colapso económico y desinterés institucional que golpea, como siempre, al ciudadano de a pie. Villanueva no es solo una terminal: es el retrato fiel de un país donde la movilidad es un lujo, y la espera, una tortura más del día a día.