La advertencia del Food Monitor Program (FMP) sobre la situación alimentaria en Cuba no deja espacio a eufemismos: el hambre que sufre la Isla ya no es una crisis coyuntural, sino una emergencia crónica.
Este diagnóstico, sustentado en datos escalofriantes, revela que la escasez de alimentos ha dejado de ser un fenómeno temporal para convertirse en una constante que afecta de manera directa y profunda a casi toda la población.
Según el último informe del FMP, más del 96 % de los cubanos asegura tener serias dificultades para acceder a comida, lo que convierte al país en un territorio dominado por la inseguridad alimentaria.
Lo más alarmante es que esta situación no es producto de fenómenos naturales ni del contexto global, sino del deterioro sistemático de un modelo económico que ha fracasado en garantizar derechos mínimos.
“El hambre en Cuba no es un accidente: es el resultado de un abandono sostenido”, denuncia el FMP. La libreta de abastecimiento, símbolo durante décadas de la política de racionamiento, se ha transformado en un testimonio de impotencia institucional. Ya no ofrece sustento básico, sino que organiza con precisión burocrática una escasez que se ha vuelto endémica.
“Un hogar cubano promedio solo recibe entre el 20 % y el 30 % de las calorías diarias recomendadas por la OMS”, apunta el FMP, lo que ha normalizado una pobreza calórica que antes era considerada alarmante.
Esta situación es especialmente grave en la infancia. Las escuelas, en lugar de ser refugios seguros, reproducen la misma carencia que domina el resto del país. La comida servida en muchas de ellas es descrita como “deplorable” y “humillante”, sin valor nutricional y con consecuencias directas en el desarrollo de los niños.
Además, la producción nacional se encuentra prácticamente paralizada. El campo está vacío, desmotivado por políticas que penalizan la iniciativa privada y por la falta de medios técnicos. La dependencia extrema de importaciones agrava el panorama, sobre todo en un país con serias limitaciones de divisas y un sistema eléctrico colapsado.
Comer en Cuba, hoy, es un privilegio que depende del acceso a divisas extranjeras. Las tiendas en moneda libremente convertible han institucionalizado una forma de apartheid económico.
“El hambre no solo destruye cuerpos, también disuelve vínculos sociales y erosiona la confianza en las instituciones”, advierte el informe. Esta es la consecuencia más profunda: la fractura del tejido colectivo.
Mientras ciudadanos mendigan comida en las calles, muchos otros solo logran alimentarse una vez al día. Más de nueve millones de personas cocinan en condiciones precarias, y los testimonios de desmayos y muertes por inanición se multiplican.
Cuba, que durante décadas pretendió erigirse como ejemplo de equidad social, enfrenta hoy una realidad desgarradora. Sin voluntad política real ni apertura a soluciones estructurales, la emergencia alimentaria continuará profundizándose, dejando a su paso no solo hambre, sino desesperanza.
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