En medio de apagones interminables, colas sin fin y un malestar social que crece, Silvio Rodríguez ha decidido ofrecer un concierto gratuito en la Escalinata de la Universidad de La Habana, antes de iniciar su nueva gira latinoamericana por Chile, Argentina, Uruguay, Perú y Colombia. El gesto, cargado de simbolismo, ocurre en un país donde la cultura sigue siendo refugio y al mismo tiempo escenario de tensiones políticas.
El trovador ha explicado que eligió ese lugar porque vio en los estudiantes universitarios —quienes protestaron hace unas semanas contra el aumento de tarifas de ETECSA— “un espíritu revolucionario comprometido con la sensibilidad popular”. Con esa frase, Silvio parece tender un puente entre su propia generación, que cantó sus canciones como himnos de rebeldía y utopía, y una juventud que mira con escepticismo tanto al poder como a los símbolos del pasado. Esa búsqueda de empatía no es sencilla: los jóvenes de hoy viven otra realidad, marcada por la precariedad digital, los apagones y la incertidumbre económica, muy distante de aquel tiempo en que su música alentaba sueños colectivos.
El concierto, sin embargo, no ocurre en un vacío. El país soporta una crisis energética que mantiene a barrios enteros sin electricidad durante horas; la inflación y el desabastecimiento erosionan cualquier optimismo. En ese contexto, algunos ven en la cita un bálsamo necesario, un espacio para recordar que el arte puede consolar y unir. Otros lo interpretan como una distracción, un intento de diluir el enojo ciudadano en la nostalgia por canciones que acompañaron juventudes y desengaños.
La elección de la Escalinata añade otra capa de ambigüedad. Es un escenario con peso histórico, vinculado tanto a luchas estudiantiles como a la retórica oficial. Silvio, que siempre se ha movido entre la crítica y la fidelidad al proyecto revolucionario, coloca así su recital en un territorio intermedio: un homenaje a la inconformidad juvenil, pero sin romper con los límites que la institucionalidad tolera. Esa ambivalencia es parte de su marca, y explica por qué cada gesto suyo provoca lecturas opuestas.
El desafío para quienes lo escucharán —y para él mismo— será que la emoción no sustituya las preguntas esenciales. Un concierto no resuelve los apagones ni abarata el acceso a internet; puede, eso sí, recordar que el país tiene memoria y sensibilidad, y que la cultura debería acompañar, no suplantar, las transformaciones que la sociedad demanda.
Silvio Rodríguez parece saber que la distancia entre su generación y la de estos estudiantes no se acorta solo con acordes conocidos. Deberá demostrar que sus canciones, además de acariciar nostalgias, pueden dialogar con los problemas concretos de hoy. Si lo logra, el concierto en medio del desconcierto será algo más que un acto de melancolía: puede ser un recordatorio de que la poesía también tiene un deber con la realidad.
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