Amedi
Desde el triunfo de la Revolución en 1959, la desinformación ha sido uno de los instrumentos más eficaces del gobierno cubano para mantenerse en el poder. No se trata solo de mentir, sino de controlar el acceso al conocimiento, impedir la comparación con otras realidades y monopolizar el relato sobre el pasado, el presente y el futuro del país. A lo largo de más de seis décadas, este modelo ha demostrado ser tan decisivo como la represión política o el control económico.
Durante muchos años, el Estado impuso un severo aislamiento informativo y cultural. No se permitía la libre entrada de revistas extranjeras, libros, música ni tecnologías como las videocasseteras. El contacto con extranjeros estaba estrictamente vigilado y, en muchos casos, penalizado. La justificación oficial era la defensa frente a la “penetración ideológica”, pero el verdadero objetivo era evitar que la población tuviera referencias externas que le permitieran cuestionar su propia realidad. Al impedir el contraste, la versión oficial se convertía en la única verdad posible.
En ese contexto, Fidel Castro concentró el control absoluto de la información. A través de interminables discursos, se presentó como la máxima autoridad intelectual y política, manejando datos económicos, científicos y geopolíticos con una imagen de omnisciencia. En ocasiones utilizaba la información para aparentar un conocimiento enciclopédico; en otras, la empleaba de forma casi profética, anunciando acontecimientos futuros que luego afirmaba haber previsto. El caso del derrumbe del campo socialista es emblemático: al no existir acceso a análisis independientes, la población no pudo evaluar si esas predicciones eran reales o reconstruidas a posteriori para reforzar el mito del líder visionario.
La prensa cubana ha sido un elemento central de este sistema. Lejos de funcionar como un espacio de fiscalización del poder, ha actuado como un aparato de propaganda. No existe periodismo investigativo en los medios estatales: las entrevistas están controladas, las preguntas incómodas se evitan y los temas sensibles solo se abordan desde el ángulo que conviene al discurso oficial. La función principal de la prensa ha sido justificar decisiones, ocultar errores y trasladar la responsabilidad de las crisis a factores externos.
En la Cuba actual, la desinformación persiste bajo nuevas formas. La crisis energética es un ejemplo claro: se informa a la población sobre déficits de megawatts y supuestas inversiones millonarias en la reparación de termoeléctricas, pero no existen mecanismos independientes para verificar esas cifras. La ciudadanía debe aceptar explicaciones incompletas y asumir sacrificios sin acceso a datos comprobables ni a rendiciones de cuentas.
El caso del exministro de Economía Alejandro Gil evidencia el grado de opacidad del sistema. Tras años exhortando a la población a resistir un drástico deterioro económico, su juicio y condena se realizaron sin transparencia. El pueblo nunca supo con claridad qué hizo mal, con quién actuó ni cómo sus decisiones afectaron directamente la vida de millones de cubanos. El mensaje fue inequívoco: la población no tiene derecho a saber.
En conclusión, la desinformación ha sido un pilar estructural del poder en Cuba. A través del control informativo, la censura y la ausencia de transparencia, el régimen ha limitado la capacidad crítica de la sociedad y ha reducido su posibilidad de exigir responsabilidades. Mientras no exista libertad de prensa ni acceso pleno a la información, la desinformación seguirá siendo una de las herramientas más eficaces para perpetuar el poder.
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