En un reciente discurso el vice primer ministro cubano Jorge Luis Tapia Fonseca en la Cumbre de Naciones Unidas sobre Sistemas Alimentarios, celebrada en Etiopía, expuso una vez más la desconexión total entre la retórica internacional del régimen cubano y la cruda realidad que se vive en la isla. Mientras Tapia hablaba de combatir el hambre, la pobreza y la desigualdad en el mundo, millones de cubanos apenas consiguen un plato de comida al día, sobreviven en condiciones de indigencia o dependen de donaciones extranjeras para alimentarse.
El funcionario aseguró que Cuba está “dispuesta a contribuir” con la transformación de los sistemas alimentarios y llamó a promover la cooperación agrícola entre países. Propuso el intercambio de experiencias en nutrición, agroecología, seguridad alimentaria, innovación científica y políticas públicas. Palabras grandilocuentes que resultan vacías cuando provienen de un gobierno que ni siquiera puede garantizar leche para los niños o pan diario para la población.
Tapia insistió en que “los recursos para erradicar el hambre están disponibles”, pero culpó, como es habitual, al embargo estadounidense y a la inclusión de Cuba en la lista de países patrocinadores del terrorismo. Según él, estas sanciones serían “bombas atómicas silenciosas” que impiden el desarrollo agrícola del país. Sin embargo, omitió referirse a los graves errores de gestión, la corrupción estructural y la ineficiencia crónica del aparato productivo cubano como las verdaderas causas del desastre alimentario en la isla.
La pobreza extrema y el hambre no son fenómenos nuevos en Cuba, ni atribuibles únicamente a factores externos. Décadas de centralismo, persecución al trabajo privado y abandono del campo han convertido al país en un importador neto de alimentos, incapaz de producir ni siquiera lo básico. En lugar de invertir en maquinaria, insumos o tecnología, el régimen ha priorizado el gasto en propaganda, control social y represión.
Hoy, la indigencia crece en las calles de las principales ciudades cubanas, donde se pueden ver ancianos rebuscando entre la basura o madres que no saben qué dar de comer a sus hijos. El “sistema alimentario” cubano está roto, y su población lo padece diariamente.
Sin embargo, cuando se trata de hablar ante organismos internacionales, el discurso del régimen cambia radicalmente. Hablan de justicia social, de inclusión, de cooperación, pero guardan silencio absoluto sobre las penurias del pueblo cubano. No hay una sola mención al fracaso de la libreta de racionamiento, al desabastecimiento crónico de los mercados, ni al éxodo masivo de agricultores.
La postura del régimen cubano en foros como este es parte de una estrategia bien calculada: presentarse como víctima global y como actor solidario, mientras en casa reina el hambre, la escasez y la desesperanza. El doble discurso sigue siendo la herramienta favorita de una dictadura que prefiere hablar del mundo antes que enfrentar sus propias miserias.
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