La guerra en Ucrania entra en un nuevo año y, mientras el Kremlin insiste en prolongar el conflicto, una parte creciente de la sociedad rusa muestra un cansancio profundo que ya no logra ocultar. Desde los veteranos que regresan del frente hasta los pensionistas que discuten en los parques, el sentimiento se repite: “que se acabe ya”.
Aunque el discurso oficial continúa siendo beligerante, en las calles la narrativa es muy distinta. Soldados que vuelven a casa después de meses en combate describen una guerra interminable, sin avances claros y con un desgaste humano brutal. Muchos de ellos, acostumbrados a obedecer sin cuestionar, ahora admiten abiertamente que la campaña militar podría extenderse otros dos años. Ese horizonte es una carga psicológica difícil de soportar incluso para quienes llevan media vida en uniforme.
En las ciudades, donde la vida intenta seguir su curso, el agotamiento también se nota. La inflación, la caída de salarios reales y el aumento del gasto militar han golpeado los bolsillos de millones de familias. Mientras las élites viajan y se protegen de los males económicos, el ciudadano común enfrenta precios disparados y servicios cada vez más deteriorados. Para muchos rusos, la guerra se ha convertido en una sombra permanente que oscurece cualquier esperanza de estabilidad.
Las encuestas revelan un panorama contradictorio. Aunque una mayoría formal dice apoyar la invasión —en parte por miedo, inercia social o presión mediática—, solo una fracción pequeña quiere seguir combatiendo. La mayoría prefiere negociar, incluso si no dicen abiertamente que la guerra fue un error. En un país donde protestar es casi imposible y el costo de disentir es altísimo, ese dato es revelador.
Incluso dentro del sistema hay señales de desgaste. Políticos locales, empresarios y funcionarios muestran impaciencia ante un conflicto que consume recursos sin ofrecer resultados visibles. La élite rusa, pese a su silencio público, también quiere un final. El problema es que en Rusia, como repiten muchos analistas, las guerras se acaban cuando Putin decide que deben acabarse, no antes.
Mientras tanto, el país vive en una especie de doble realidad. Las redes sociales exhiben fiestas, nieve, luces navideñas y una vida “normal”. Pero detrás de ese escaparate crecen los cementerios militares, suben los precios, se recortan estadísticas oficiales y la incertidumbre se vuelve cotidiana.
Rusia no tiene tradición de protestas masivas, pero sí una historia de silencios largos que, de vez en cuando, se rompen. Hoy, millones de personas repiten en voz baja la misma frase: “estamos cansados”. Y aunque no todos piden paz por razones políticas, todos desean lo mismo: que este conflicto termine de una vez. Porque el desgaste ya no es solo militar; es moral, económico y social. Y Rusia, aunque no lo diga en voz alta, está pidiendo respirar.
Fuente: El País