La crisis energética en Cuba ha dejado de ser un episodio esporádico para convertirse en un drama cotidiano que refleja, sin maquillajes, la incapacidad del gobierno para ofrecer soluciones reales a la población.
Los apagones, cada vez más largos e imprevisibles, superan incluso las cifras que la propia Unión Eléctrica (UNE) publica en sus partes oficiales, revelando un colapso en cámara lenta de todo el sistema eléctrico nacional.
Este miércoles, el balance inicial ya mostraba la magnitud del desastre: a las 6:00 am, la disponibilidad del SEN era de apenas 2.010 MW frente a una demanda de 2.920 MW, lo que significaba un déficit inmediato de 950 MW. Las previsiones para el horario pico auguraban una afectación de 1.710 MW, prácticamente una sentencia de apagón nacional.
La Habana, históricamente protegida por su condición de capital, tampoco escapó a la debacle: sufrió cortes de hasta ocho horas, con afectaciones máximas de 173 MW. Si ni siquiera los llamados “bloques priorizados” reciben electricidad estable, el mensaje es claro: no existe control ni capacidad de respuesta.
El panorama se agrava con la acumulación de problemas que son de sobra conocidos: termoeléctricas obsoletas, averías constantes, mantenimientos pospuestos y una crónica falta de combustible. A ello se suma la parálisis de 53 centrales de generación distribuida y la indisponibilidad de cientos de megavatios por falta de lubricantes, lo que pone en evidencia no solo limitaciones técnicas, sino también una gestión estatal marcada por la improvisación y la desidia.
El discurso oficial intenta matizar la tragedia destacando el aporte de los 31 parques solares fotovoltaicos, que alcanzaron un máximo de 482 MW al mediodía. Sin embargo, estas cifras son apenas un paliativo frente a una demanda nacional que supera los 3.600 MW en los horarios críticos. El contraste entre la propaganda sobre las energías renovables y la realidad de las calles oscuras resulta un símbolo del divorcio entre el relato gubernamental y la vida de la ciudadanía.
Los efectos de este colapso son devastadores: alimentos que se echan a perder, hospitales obligados a operar con plantas auxiliares, estudiantes que no pueden estudiar en las noches y familias enteras atrapadas en la incertidumbre. La electricidad, más que un servicio, se ha convertido en un privilegio intermitente.
Lejos de reconocer la magnitud del fracaso, el gobierno insiste en culpar factores externos mientras posterga las reformas estructurales necesarias. Pero la verdad es innegable: el sistema eléctrico opera al borde del abismo, y con él, la paciencia de millones de cubanos que sobreviven entre la oscuridad, el calor y la desesperanza.
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