En La Habana, el arroz —base diaria de la mesa cubana— se ha transformado en uno de los indicadores más claros del deterioro del acceso a los alimentos. En los últimos meses, su precio ha subido con fuerza y hoy se vende por encima de los 290 pesos la libra en puntos estatales, mientras que en el circuito privado la cifra puede escalar aún más, dependiendo del lugar y la disponibilidad.
Un recorrido reciente por distintos espacios de venta en la capital confirma que el encarecimiento no es un fenómeno aislado. En mercados de mipymes del centro habanero, por ejemplo, el arroz importado se comercializa entre 690 y 840 pesos el kilogramo (alrededor de 2,2 libras), un rango que vuelve cada compra una presión directa sobre bolsillos ya agotados. Con salarios promedio muy por debajo del costo real de la canasta básica, el arroz deja de ser “lo de siempre” para convertirse en un gasto que se calcula con miedo.
Detrás de la escalada aparecen factores conocidos: estancamiento de la producción nacional, dependencia de importaciones, encarecimiento del transporte por la falta de combustible, altos costos de insumos agrícolas y una inflación persistente que sigue pulverizando el poder adquisitivo, especialmente en hogares sin remesas.
En medio de esa realidad, la discusión sobre el arroz se volvió aún más visible tras las declaraciones televisivas del doctor en Ciencias Roberto Caballero Grande, quien sugirió que los cubanos deberían replantearse el consumo de arroz y papa por no ser cultivos “propios” del país. El comentario provocó una oleada de críticas, burlas y memes en redes, donde muchos interpretaron el mensaje como una forma de trasladar la culpa al consumidor.
Voces como la del economista Pedro Monreal han insistido en que el problema no es un “exceso” de consumo, sino la caída sostenida de la oferta, derivada de un sistema productivo incapaz de sostener disponibilidad y precios.
La subida del arroz ocurre, además, dentro de un cuadro mayor: apagones prolongados, escasez de alimentos, inflación y malestar social que ya ha derivado en protestas en distintos puntos del país. A la par, la libreta de abastecimiento —que durante años garantizó una parte mínima de productos— llega cada vez más tarde y con menos capacidad de alivio, obligando a las familias a depender de mercados paralelos donde los precios no tienen freno.
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