En ningún otro país de América Latina un Parlamento tiene tantos diputados en relación con su población como en Cuba. Con 470 legisladores para poco menos de 11 millones de habitantes, la isla cuenta con un representante por cada 23.400 ciudadanos, una proporción que supera ampliamente la de países mucho más poblados y democráticamente consolidados. Sin embargo, esta cifra no se traduce en mayor pluralidad ni representación: el Parlamento cubano es una maquinaria de control político, diseñada para reproducir la voluntad del régimen y simular una estructura institucional que carece de independencia real.
A pesar de la reducción realizada en 2023 —de 605 a 470 diputados—, Cuba sigue teniendo uno de los parlamentos más grandes del mundo en proporción a su población. En comparación, Estados Unidos, con más de 331 millones de habitantes, tiene 535 legisladores; España, con 48 millones, cuenta con 615 legisladores; y República Dominicana con 11,5 millones de ciudadanos, tiene 222 legisladores. En el caso cubano, el número se mantiene artificialmente alto, no por razones de representatividad, sino para garantizar que cada municipio y cada estructura del poder local del Partido Comunista tenga un asiento dentro de la Asamblea Nacional del Poder Popular.
La Constitución de 2019 establece que cada municipio debe tener al menos dos diputados, lo que garantiza que las estructuras políticas controladas por el Partido Comunista de Cuba (PCC) estén ampliamente representadas. Pero en la práctica, los legisladores cubanos no son elegidos en comicios libres, ni responden ante sus electores. Todos los candidatos son previamente aprobados por comisiones de nominación vinculadas al PCC.
La función del votante se limita a refrendar o no la lista única, pero el resultado siempre está asegurado: la “unidad” del voto se convierte en el principio rector del sistema electoral. Así, el Parlamento cubano no es un espacio de deliberación, sino un órgano de ratificación de las decisiones del Ejecutivo, dominado por el Consejo de Estado y por el Partido Comunista.
El contraste con otras democracias es abrumador. En Estados Unidos, cada legislador representa a unos 618.700 habitantes; en Brasil, a unos 353,500; y en España, a más de 76,000. En Cuba, en cambio, cada diputado representa a apenas 23.400 personas, pero sin poder real ni autonomía política. Se trata de una representación inflada en número y vacía en contenido.
El tamaño del Parlamento no implica mayor trabajo legislativo. La Asamblea Nacional solo se reúne dos veces al año durante breves sesiones de tres días, en las que aprueba por unanimidad todas las leyes y decretos que provienen del Consejo de Estado. Desde su creación en 1976, no se registra una sola votación con resultados divididos. Los discursos, cuidadosamente escritos y supervisados, son formalidades que acompañan las decisiones ya tomadas por la cúpula gobernante.
Esta estructura sobredimensionada cumple una función política muy clara: multiplicar los rostros del poder sin multiplicar las ideas. Con cientos de diputados que representan a los mismos intereses —desde dirigentes de organizaciones de masas hasta militares, funcionarios o figuras simbólicas del régimen—, el gobierno consigue proyectar una falsa imagen de participación popular. Cada diputado es, en realidad, una pieza del aparato estatal, y su presencia en el Parlamento responde más a la necesidad de premiar lealtades y mantener control territorial, que a la intención de legislar o fiscalizar.
En lugar de fortalecer la representación del pueblo, el modelo cubano reproduce la dependencia del legislativo frente al poder ejecutivo, convirtiendo a la Asamblea Nacional en un espejo del Consejo de Estado. Lejos de ser un órgano de contrapeso, la Asamblea es un brazo más del partido único, incapaz de cuestionar políticas fallidas, denunciar abusos o proponer reformas que beneficien realmente a los ciudadanos.
El resultado es una estructura costosa, ineficiente y políticamente sumisa, que mantiene a casi 500 diputados con salarios, beneficios y funciones protocolarias, mientras la mayoría de los cubanos vive en condiciones de miseria, con salarios insuficientes y servicios colapsados. En cualquier otra democracia, un número tan alto de legisladores se justificaría por un intenso trabajo parlamentario o por la existencia de múltiples partidos. En Cuba, sin embargo, la unanimidad y el silencio son la norma, lo que convierte al Parlamento en un teatro donde todos los actores interpretan el mismo guion.
El tamaño del Parlamento cubano no es una señal de pluralismo, sino un símbolo de la burocracia del régimen. Es el reflejo de un sistema que necesita llenar de “diputados” cada espacio institucional para simular consenso, mientras mantiene fuera del debate toda voz independiente. La Asamblea Nacional del Poder Popular no representa a los cubanos, sino al poder que los gobierna. Tener casi 500 legisladores en un país pequeño no es un signo de democracia, sino la prueba más visible de un Estado hipertrofiado, donde sobran los cargos, pero faltan las libertades.
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