La Habana, con sus calles cargadas de historia y su imponente arquitectura colonial, vive una paradoja desgarradora: se asfixia entre montañas de basura que ya forman parte del paisaje.
Más de 30 mil metros cúbicos de residuos sólidos se generan cada día en la capital cubana, pero buena parte de ellos jamás llega a los vertederos oficiales. Permanecen esparcidos en esquinas, parques y avenidas, creando un retrato de abandono que, con el paso del tiempo, los habaneros parecen haber normalizado.
“Lo anormal se volvió costumbre”, repiten muchos vecinos de barrios como Centro Habana, Cojímar o el Casino Deportivo, donde los contenedores rebosados y las pilas de desechos conviven con niños jugando a escasos metros de la podredumbre.
La postal de la "ciudad maravilla" ya no está marcada solo por autos antiguos o fachadas despintadas, sino también por montones de desperdicios que ponen en evidencia una gestión urbana quebrada.
El propio director provincial de Servicios Comunales, Mariano Suárez, ha admitido que la ciudad necesita al menos 30 mil contenedores anuales, aunque este 2025 apenas se ha prometido la entrega de 12 mil.
Incluso esos depósitos, cuando llegan, corren la suerte de ser mutilados, robados o transformados en recipientes para otros usos. El resultado: calles que nunca terminan de limpiarse y comunidades que se resignan a convivir con la suciedad.
Las autoridades insisten en que el combustible no es el problema, sino la escasez de camiones y piezas de repuesto. Sin embargo, la explicación se queda corta. Aun con limitaciones técnicas, la descoordinación, la falta de control y la ausencia de un sistema de reciclaje agravan la crisis.
Mientras tanto, los discursos oficiales sobre prioridades gubernamentales contrastan con escuelas, panaderías y hospitales rodeados de basura.
La población también carga con parte de la responsabilidad. Muchos ciudadanos depositan desechos fuera de los contenedores aunque estén vacíos, y el reciclaje —que alguna vez fue un hábito promovido en centros escolares y laborales— ha caído en el olvido.
“Es una política dejada de la mano”, resume un vecino del Vedado, reflejando una mezcla de apatía y frustración que termina sosteniendo el problema.
Las consecuencias son graves: el aumento de plagas, la proliferación de mosquitos y roedores, y un riesgo sanitario evidente en una ciudad donde los brotes de dengue y las enfermedades respiratorias ya golpean con fuerza. La crisis no solo afecta la salud física, sino también la mental: vivir rodeado de suciedad erosiona la percepción del orden, naturalizando el descuido.
Aun así, surgen pequeñas luces. Jóvenes organizan jornadas de limpieza, artistas convierten basureros en intervenciones urbanas y ancianos siguen barriendo sus aceras como gesto de dignidad. Son ejemplos de que no todo está perdido, aunque esas iniciativas aisladas no constituyen una política pública coherente.
La Habana necesita más que diagnósticos y promesas. Necesita un sistema moderno de reciclaje, una flota de camiones en funcionamiento y, sobre todo, una ciudadanía consciente de que la higiene es un bien común.
De lo contrario, la capital seguirá hundida en su propio retrato de abandono, mostrando al mundo una herida que ya no puede ocultarse bajo discursos ni excusas.
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