El colapso del transporte en Cuba es solo otra muestra más del desastre generalizado que atraviesa el país. De las más de 2,500 rutas gestionadas por empresas provinciales, casi la mitad se encuentran paralizadas, y las pocas que funcionan lo hacen a cuentagotas, con apenas dos recorridos diarios en muchos casos. Pero, como ya es costumbre, el régimen prefiere culpar al embargo estadounidense antes que reconocer su incompetencia endémica.
Durante el Quinto Período Ordinario de Sesiones de la Asamblea Nacional del Poder Popular, el Ministerio del Transporte (Mitrans) presentó cifras que no hacen más que confirmar el estado terminal del sector. Al cierre de abril de 2025, se habían transportado solo 894 millones de pasajeros, dejando de mover a más de 400 millones, en comparación con lo que se había planificado. Incluso en La Habana, donde se concentra la mayor parte del servicio de ómnibus, los niveles son peores que los del llamado “Período Especial”.
La explicación oficial —que apunta al embargo, la crisis económica global y la falta de acceso a divisas, repuestos y combustible— es una repetición cansina. No hay mención al desmantelamiento del parque automotor durante décadas, la desorganización logística, la corrupción administrativa ni la falta de planificación estructural. Es más fácil acusar a un enemigo externo que asumir la responsabilidad de un fracaso nacional.
El panorama es especialmente crítico en las zonas rurales, donde los servicios son casi inexistentes. En respuesta al derrumbe del sistema estatal, se ha optado por soluciones improvisadas: triciclos, motos, gazelles y transportistas privados. Aunque estas alternativas alivian parcialmente la demanda, lo cierto es que se trata de parches que no sustituyen a un sistema formal de transporte público. Incluso estos actores no estatales trabajan en condiciones precarias y con controles arbitrarios que muchas veces limitan su efectividad.
El deterioro de la red vial es otro síntoma del abandono. Según los propios datos del Mitrans, más del 40% de las vías de interés provincial y municipal se encuentran en estado regular o malo. Incluso tramos clave de la Autopista Nacional muestran un deterioro alarmante. Las cifras presentadas son irrefutables, pero las soluciones propuestas siguen siendo vagas, cargadas de promesas a largo plazo y sin un plan concreto de recuperación.
El ministro del ramo, Eduardo Rodríguez Dávila, aseguró que no se detendrán las gestiones para mejorar la infraestructura, pero su discurso no ofreció novedades. Habló de “autosostenibilidad económica” y de “dinamizar capacidades propias”, frases que suenan huecas cuando el país no puede ni garantizar combustible o neumáticos para los pocos ómnibus operativos.
La crisis del transporte no es un caso aislado, sino un reflejo del colapso sistémico de un país que ya no produce, no mantiene y no repara. Mientras tanto, el discurso oficial continúa maquillando la ruina con retórica heroica. Pero para el ciudadano común, que espera durante horas bajo el sol a que pase un ómnibus que nunca llega, ya no hay justificación posible: el sistema ha fallado, y lo ha hecho por completo.
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Hace 1 día