La detención sufrida por la activista Ana Bárbara López Hernández el 18 de diciembre no fue un hecho aislado ni una acción rutinaria de un aparato represivo acostumbrado a violar derechos humanos.
Su relato evidencia algo más profundo: el miedo visible, casi palpable, de un Estado que sabe que ha perdido legitimidad, capacidad moral y respaldo social. Un Estado que, como escribió ella, se encuentra “haciendo agua por todas partes”.
Ana Bárbara fue detenida en el mismo punto donde otras veces había sido interceptada, a la salida de su reparto y muy cerca del estadio Victoria de Girón. Esta vez, sin embargo, no era una detención más: coincidía con la sesión online de la Asamblea Nacional, y en la sede del Gobierno provincial se encontraban desde temprano los diputados matanceros.
Para las autoridades, que viven aterradas ante cualquier gesto cívico, la imagen de una mujer pacífica portando un cartel de “Libertad para los presos políticos” era suficiente para activar un mecanismo de represión desproporcionada.
Sin orden de detención, sin explicación, sin un solo argumento legal, los agentes solo repetían que obedecían “la cadena de mando”, la misma excusa que a lo largo de la historia ha justificado crímenes en regímenes totalitarios. Ana Bárbara fue llevada a una oficina ruinosa del segundo piso de la estación policial: muebles carcomidos, cortinas amarradas, un baño inmundo y una atmósfera que reflejaba, más que poder, decadencia absoluta.
Durante casi once horas permaneció allí, vigilada y aislada, mientras alrededor se percibía un inusual nerviosismo. Patrullas entrando y saliendo, oficiales consultando entre sí, jefes ausentes. Nada parecía bajo control. La tensión se disparó cuando Ana Bárbara comenzó a gritar consignas por la libertad de los presos políticos, y desde los calabozos un rostro conocido respondió: Jorge también había sido detenido, y su hija Lili se encontraba en el calabozo de mujeres. La presencia de ambos explicaba el caos en la unidad.
A partir de ese momento se produjo un enfrentamiento verbal con un instructor que se presentó como “psicólogo”, un oficial que intentó minimizar la protesta cívica con arrogancia, pero que terminó confrontado con argumentos históricos, políticos y éticos que lo desarmaron.
Alina Bárbara, firme, le recordó que ningún sistema represivo es eterno, que las dictaduras caen y que el estado ruinoso de esa misma unidad policial era una metáfora perfecta del país.
Horas después, con la estación en apagón, sin electricidad y acosadas por mosquitos, finalmente la trasladaron para intentar imponerle un acta de advertencia por violar la reclusión domiciliaria. Ella se negó a firmarla y dejó claro que seguirá protestando de forma pacífica.
La liberación de Lili y Jorge, junto a la presencia constante de familiares, amigos y medios independientes, marcó el cierre de una jornada que no intimidó a la profesora sino que reforzó su convicción: la ciudadanía organizada, pacífica y firme es más fuerte que el miedo del poder.
Fuente: Observatorio de Derechos Culturales
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