La comunidad de Trinidad, en la provincia de Sancti Spíritus, amanece hoy estremecida por una noticia que ha roto corazones: el fallecimiento de un adolescente a causa del dengue.
Su padre, devastado, compartió un desgarrador mensaje en redes sociales que resume la inmensidad de su pérdida: “EPD mi niño lindo, no tengo palabras para expresar el dolor tan grande que tengo… donde estés, tu mami, tu hermano, tu papi y toda la familia siempre te vamos a recordar. Vuela alto, pero muy alto, mi príncipe”.
Apenas estaba dando los primeros pasos de la adolescencia cuando la enfermedad lo arrancó del lado de los suyos.
El impacto de su muerte ha sido inmediato: vecinos, amigos y allegados comparten en silencio la impotencia de una tragedia que, por desgracia, no es aislada.
El dengue, una enfermedad transmitida por la picadura del mosquito Aedes aegypti, se ha expandido con fuerza en Cuba en los últimos meses.
Las condiciones climáticas, la acumulación de aguas estancadas, la deficiencia en el saneamiento público y la falta de recursos para un control efectivo de vectores han creado el escenario perfecto para su propagación.
En muchas zonas, la escasez de insecticidas y la falta de campañas sistemáticas de fumigación dejan a las familias prácticamente indefensas frente a una amenaza que crece sin freno.
Frente a esta realidad, las medidas de protección individual se vuelven imprescindibles: evitar acumulación de agua en tanques y recipientes, usar mosquiteros y repelentes, reforzar la limpieza de los hogares y denunciar los focos de mosquitos en las comunidades.
Sin embargo, la prevención en solitario tiene límites si no se acompaña de un esfuerzo estatal sostenido que refuerce la lucha epidemiológica.
Más allá de la explicación médica y epidemiológica, queda la herida humana: el dolor inconmensurable de perder a un hijo.
La muerte de un adolescente es un golpe contra natura, un vacío imposible de llenar.
Para sus padres, se trata de un desgarro que no encuentra consuelo; la sensación de que la vida se quiebra en pedazos y de que ninguna palabra alcanza para nombrar lo sucedido.
El caso del hijo de Yoelreinaldo es un grito de alerta y, al mismo tiempo, un recordatorio de que cada número en las estadísticas del dengue es un nombre, un rostro, un sueño inconcluso.
Detrás de las cifras hay familias desoladas y comunidades enlutadas. En Trinidad, hoy, todos sienten como propio el silencio dejado por un niño que no debió partir.
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