El turismo en Cuba debería ser un renglón prioritario, la gran palanca capaz de aliviar la profunda crisis económica que golpea al país. Sin embargo, sucede todo lo contrario: en vez de fortalecerse como motor de ingresos, el sector se hunde arrastrado por los mismos males que agobian la vida diaria de la población.
La narrativa oficial insiste una y otra vez en que la culpa es del bloqueo estadounidense. Y sí, las sanciones complican operaciones financieras, encarecen importaciones y limitan el acceso a determinados mercados. Pero culpar al bloqueo de absolutamente todo resulta una excusa cómoda frente a una realidad inocultable: el deterioro interno es tan grande que ni los turistas ni los propios cubanos encuentran atractivo en la isla.
Los apagones se han convertido en el símbolo más evidente de esta crisis. No se trata de cortes aislados, sino de interrupciones que alcanzan al mismísimo aeropuerto internacional, la vitrina que debería mostrar modernidad y eficiencia. A esto se suman hoteles a oscuras, espectáculos interrumpidos y visitantes que terminan pagando precios internacionales por servicios tercermundistas. El contraste con otros destinos del Caribe, donde la electricidad y el confort se dan por sentados, es demoledor.
La suciedad es otro golpe a la credibilidad turística de Cuba. Calles desbordadas de basura, olores nauseabundos, roedores, moscas y mosquitos han borrado el encanto que alguna vez tuvieron las ciudades coloniales. El turista que soñaba con pasear por La Habana Vieja se topa con un escenario hostil, donde la negligencia supera cualquier intento de vender autenticidad.
Y mientras tanto, los derrumbes siguen formando parte del paisaje. Fachadas ennegrecidas, balcones en riesgo de desplome y un ambiente general de ruina contrastan con los discursos oficiales sobre “renovación y rescate patrimonial”. El visitante extranjero ve lo que hay: un país que se cae a pedazos.
La paradoja es cruel. Cuba busca atraer a viajeros foráneos, pero son sus propios ciudadanos quienes huyen en masa. Hoy prácticamente se prefiere “salir corriendo de la isla” que visitarla. Las estadísticas migratorias son demoledoras: miles de cubanos apuestan por un futuro incierto en otros países antes que quedarse a soportar el día a día en su propio terruño. Si los propios habitantes no encuentran razones para quedarse, ¿qué razones puede tener un turista para llegar?
La estrategia oficial de construir hoteles de lujo en medio de esta realidad termina siendo otro despropósito. Mientras los servicios básicos colapsan y la población vive con carencias elementales, levantar nuevas torres de cemento vacío solo evidencia la desconexión entre las necesidades reales del país y las prioridades del gobierno.
En definitiva, el turismo en Cuba no solo no está sacando al país de la crisis: es un espejo que refleja con crudeza su hundimiento. Mientras se siga culpando al bloqueo de todo y se ignore la responsabilidad interna, la isla seguirá perdiendo competitividad. El Caribe avanza con ofertas modernas y funcionales; Cuba, en cambio, se hunde en apagones, basura y derrumbes. Y así, un renglón que debería ser vital para salir adelante se convierte en otro síntoma de la decadencia.
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