Los recientes operativos de la Policía Nacional Revolucionaria (PNR) contra la venta ilegal de medicamentos y el sacrificio clandestino de animales, difundidos por el perfil institucional Héroes de Azul, vuelven a mostrar una realidad que el Gobierno intenta ocultar: la criminalización desesperada de prácticas que surgen únicamente porque el Estado ha sido incapaz, durante décadas, de garantizar las necesidades básicas de la población.
Según los reportes oficiales, en Camagüey se incautaron fármacos destinados al mercado clandestino, mientras que en Guanabacoa se detectaron mataderos ilegales y se decomisaron productos cárnicos obtenidos mediante sacrificios no autorizados. Las autoridades celebran estas acciones como si fueran pruebas de eficiencia institucional. Pero en el fondo solo evidencian el fracaso de un modelo que obliga a millones de cubanos a sobrevivir como pueden.
Las farmacias en Cuba están prácticamente vacías desde hace años. El Estado, único responsable del abastecimiento, no logra garantizar ni los analgésicos más básicos. Dolor, inflamaciones, hipertensión, diabetes, enfermedades respiratorias: todo se atiende —cuando se puede— buscando medicamentos en redes clandestinas alimentadas en gran parte por trabajadores estatales que, sin otra salida económica, recurren al desvío de recursos. No es un “delito contra la salud pública”, como dice la propaganda oficial: es la consecuencia directa de un sistema incapaz de cumplir su función más elemental.
Pero la represión se hace sentir también en el plato de los cubanos. Desde hace más de 60 años, la carne de res es prácticamente un privilegio exclusivo de la élite gobernante y de quienes se arriesgan a comprarla en el mercado negro. Lo que para el resto del mundo es un alimento común, en Cuba continúa siendo objeto de una vigilancia casi militar, con penas severas para quienes sacrifican una res o comercializan carne sin autorización. Los mataderos clandestinos no existen porque los ciudadanos sean delincuentes por naturaleza, sino porque el Estado ha impuesto prohibiciones absurdas que convierten en delito la simple búsqueda de una mejor alimentación.
A esto se suma la profunda crisis económica, marcada por la escasez crónica de alimentos, los precios inflados y un salario que no alcanza para nada. En este contexto, los recientes operativos policiales son menos una “estrategia nacional para proteger a los vulnerables” —como repiten los voceros del Ministerio del Interior— y más un intento de reforzar el control social a través del miedo y el castigo.
Las autoridades aseguran que estas acciones “mantienen la legalidad y fortalecen la seguridad”. Sin embargo, lo único que fortalecen es un sistema represivo que ataca las consecuencias en lugar de atacar las causas. Perseguir a quien vende un antibiótico o a quien sacrifica una vaca no resolverá la crisis sanitaria ni alimentaria del país. Tampoco llenará las farmacias ni los mercados.
Mientras el Gobierno insiste en castigar a quienes buscan aliviar su dolor o poner comida en la mesa, la población cubana continúa atrapada en un modelo que le niega el derecho más básico: vivir con dignidad. Y cada operativo policial es, en realidad, una confesión de ese fracaso.