La frase “Con la guardia en alto” se convirtió en una de las más repetidas en el discurso oficial cubano, sobre todo desde los años sesenta. No era solo una consigna: fue una orden psicológica permanente para mantener a la población en estado de alerta, como si el país estuviera bajo una amenaza constante y total.
En su origen, esta expresión tenía una carga militar clara. Se trataba de transmitir la idea de que la Revolución debía defenderse a cada instante, que el enemigo acechaba desde afuera —el imperialismo, la CIA, los “gusanos”—, pero también desde adentro, con supuestos “contrarrevolucionarios” infiltrados en cada espacio de la sociedad.
Lo más profundo de la frase fue su aplicación cotidiana. En la práctica, significaba desconfiar de todo y de todos: el vecino que hablaba demasiado, el compañero de trabajo que criticaba al jefe, el estudiante que cuestionaba a un profesor. La guardia “alta” no era solo contra un enemigo extranjero; era también contra el propio pueblo.
La consecuencia fue la instauración de una cultura del miedo preventivo. El cubano aprendió a callar, a simular, a no confiar. La guardia en alto no era solo una actitud militar, era un estado mental que alimentó la desconfianza entre amigos, colegas e incluso dentro de las familias.
Con el tiempo, la frase perdió algo de su intensidad original, pero no desapareció. Sigue siendo útil para el poder cada vez que necesita movilizar o justificar la represión: frente a protestas, crisis económicas o demandas de apertura. “Con la guardia en alto” funciona como recordatorio de que el ciudadano debe estar en posición defensiva, obediente y vigilante.
En definitiva, esta consigna no fue un simple llamado a resistir; fue un mecanismo de control social que convirtió a la isla en un cuartel mental, donde cada cubano debía sentirse soldado de una guerra infinita.
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