Las redes cubanas volvieron a encenderse esta semana con una discusión que mezcla clase social, estética y el eterno pasatiempo nacional de opinar sobre la vida ajena. La protagonista del último revuelo es la influencer cubana Samantha Espineira, radicada en Miami y seguida por más de un millón de usuarios en Instagram, cuyo pasado reapareció cuando se viralizaron varias fotos tomadas mucho antes de que alcanzara la fama.
Las imágenes fueron difundidas por la cuenta Un Martí Tó Durako, uno de los perfiles más activos —y polémicos— de la farándula digital cubana. En ellas se ve a una Samantha muy distinta a la figura glamorosa y pulida que hoy domina Internet, lo que rápidamente disparó comentarios sobre cirugías, cambios físicos y ascenso social.
Como era de esperar, la respuesta del público fue un torbellino. Algunos reaccionaron con sorpresa y un tono entre irónico y admirativo: “Wow, esa sí se lo propuso”, comentó un usuario. Otra internauta intentó poner las cosas en contexto: “A esa edad todas estábamos en esas condiciones”. También hubo quien quiso matizar la narrativa del “antes y después”: “Yo sigo a Samantha desde que era superjoven en Cuba, y digan lo que digan, esa niña siempre ha sido bella natural”.
Pero la frase que terminó imponiéndose como lema involuntario del debate fue la más repetida: “No somos feos, solo somos pobres”. Una expresión que, más allá del choteo, puso sobre la mesa un asunto profundo: cómo la precariedad marca la imagen y las posibilidades estéticas en Cuba, y cómo muchos jóvenes transforman radicalmente su apariencia una vez que emigran y acceden a recursos antes impensables. La conversación, así, trascendió a Samantha y tocó fibras sociales.
El fuego, sin embargo, no vino solo de los críticos. Numerosos seguidores salieron en defensa de la influencer, acusando al público cubano de ensañarse con quien simplemente ha mejorado su vida. “Qué lindos todos los comentarios ofendiéndola, cuando ella no se mete con nadie ni tiene negatividad en sus redes”, escribió un usuario cansado del ciclo de ataques.
Otros apuntaron al machismo presente en estas polémicas: “Qué manera de haber comentarios negativos, más de los mismos hombres. Si ella se les insinúa, dicen que sí en un segundo. Valórense más, varoncitos”.
Y tampoco faltaron quienes señalaron la envidia y las contradicciones sociales: “Aquí todos cuando vivían en Cuba estaban en candela. Ella cambió y para bien. La que puede, puede; la que no, critica”; “Hace bien en buscarse jevitos jóvenes y con dinero. Aquí la mayoría anda dándola para mantener chulos, eso sí da pena”.
Lo que pudo haber sido una anécdota más de “fotos viejas expuestas” terminó convirtiéndose en un espejo incómodo para la comunidad digital cubana, un recordatorio de cómo la belleza, la clase social y el éxito se convierten en territorios de disputa, resentimiento y proyección colectiva.
Mientras tanto, Samantha se mantiene al margen. En su Instagram, todo permanece impecable, luminoso y perfectamente curado, como si el escándalo fuera apenas ruido de fondo frente a la vida que ella misma se ha construido… con o sin fotos del pasado.
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