Durante la más reciente sesión del Comité Central del Partido Comunista de Cuba, el presidente Miguel Díaz-Canel rompió su silencio sobre la caída de Alejandro Gil Fernández, exministro de Economía y otrora considerado el cerebro técnico del régimen, quien fue condenado a cadena perpetua por corrupción y espionaje.
El giro fue abrupto. Díaz-Canel, que había llamado “amigo” a Gil e incluso supervisado su tesis doctoral, ahora lo calificó de traidor, vendepatria y ambicioso. La amistad en la política cubana, como demuestra este caso, dura solo lo que dura la utilidad política.
La sentencia, notificada el 8 de diciembre de 2025, fue dictada en un juicio a puerta cerrada, sin acceso público a pruebas ni garantías de transparencia. El Tribunal Supremo Popular acusó a Gil de espionaje, cohecho, sustracción de documentos y violación de normas sobre información clasificada. La ausencia de evidencia verificable ha despertado sospechas de que más que un juicio, se trató de una purga interna.
El contexto político y económico hace que la caída de Gil sea especialmente simbólica: la isla atraviesa una crisis estructural con inflación descontrolada, apagones continuos y reformas económicas fallidas, muchas de ellas impulsadas por el propio Gil bajo la supervisión directa del poder.
En su discurso, Díaz-Canel recurrió a un manual clásico de justificación política, citando a Fidel Castro para sostener que en la revolución los intereses del pueblo chocan con los “enemigos del pueblo”. Gil fue presentado como el villano perfecto, responsable de los errores que el régimen no desea asumir.
Asimismo, el mandatario advirtió que en la revolución todos deben “quitarse la careta”, recordando que la lealtad no es un valor moral sino una condición de supervivencia en un sistema donde el poder absoluto define ascensos y caídas.
El caso de Gil Fernández funciona como cortina de humo: mientras la población sufre la escasez y la crisis económica, el régimen concentra la atención en un enemigo interno, mostrando un juicio ejemplarizante que busca legitimar su autoridad y enviar una advertencia al resto del aparato estatal.
En la Cuba actual, nadie cae solo. Y cuando lo hace, el sistema se encarga de reescribir la historia, transformando a un ministro estrella en traidor oficial, mientras mantiene un control férreo sobre la información y la narrativa pública.
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