Muy temprano, como a las 5:30 de la madrugada, unos camiones pasaron por las calles de La Habana haciendo sonar sus bocinas con insistencia. No era tráfico común, no era transporte público: eran los vehículos que llevaban personas al desfile oficial por el Día Internacional de los Trabajadores.
Pero más que transportar a nadie, parecía que su misión era otra: despertar a la ciudad y recordarle que, aunque no haya pan, sigue habiendo Plaza.
Tras ese ruido orquestado, la ciudad volvió al silencio. Un silencio espeso, de domingo triste. Sobre las 8:30 de la mañana salí a caminar por mi barrio, y me impresionó no ver a nadie. Ni un auto, ni un alma. Ni siquiera el murmullo habitual de la gente resolviendo su día. Era una Habana fantasmal.
Entonces, al llegar al ya habitual basurero de la esquina, me encontré con los únicos dos seres vivos que se movían en varias cuadras a la redonda: dos ancianos hurgando entre los desechos. Me detuve.
Uno de ellos encontró una pequeña caja blanca de cartón, la abrió y sacó algo que no logré identificar. Sin embargo, lo llevó a su boca y comenzó a comer con lentitud, sin dientes, con una calma que dolía.
El otro, con una bolsa sucia en la mano, la levantó y murmuró: —Me he encontrado un tesoro, asere.
Dijo Jorge de Melo en su perfil de facebook.
Esa escena se quedó clavada en mí. Porque mientras en la televisión se repiten consignas sobre logros, sobre esfuerzo colectivo y victorias imaginarias, la realidad de muchos cubanos se resume en ese contenedor. En buscar entre la basura algo que llevarse a la boca.
Esto no es anecdótico. Es cotidiano. Y hoy, Día del Trabajo, lo único que trabajaba era el hambre.
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