El Observatorio de Medios de Cubadebate, una iniciativa vinculada al aparato comunicacional del Estado cubano, publicó recientemente un artículo en el que presentó la crítica ciudadana y el activismo en redes sociales como parte de una supuesta “escalada violenta” impulsada desde el exterior.
Bajo el formato de un análisis académico, el texto —titulado “Del insulto a la violencia contra los cubanos en las plataformas sociales”— retomó una narrativa recurrente del poder en la Isla: desacreditar la disidencia, deslegitimar el debate público independiente y diluir la frontera entre denuncia social, indignación cívica e incitación al odio.
Tras responsabilizar a la sociedad civil de la proliferación de discursos “tóxicos”, el artículo evitó cualquier mención a la violencia estructural ejercida por el propio Estado contra periodistas, artistas, activistas y ciudadanos comunes, tanto en el entorno digital como en la vida cotidiana. El informe, que citó a las politólogas Kathleen Klaus y Aditi Malik, afirmó que en redes sociales la violencia se “vuelve pensable, factible y sin frenos”.
Sin embargo, el Observatorio omitió de forma deliberada el análisis de los discursos de odio promovidos desde medios controlados por el Partido Comunista, como Granma o el Sistema Informativo de la Televisión Cubana, donde opositores y críticos han sido estigmatizados públicamente con total impunidad, llegando incluso a consignas como “machete, que son poquitos”.
Resulta paradójico que el texto denunciara la “deshumanización” en redes sociales sin aplicar ese mismo enfoque al lenguaje del poder, que durante décadas ha reducido a los disidentes a etiquetas como “gusanos”, “mercenarios” o “terroristas digitales”. En Cuba, la violencia política no se “vuelve pensable”: se ejerce de manera sistemática desde el Estado y se institucionaliza a través de leyes, campañas mediáticas y represión directa.
Mientras el Observatorio alertó sobre el activismo digital desde el exilio, guardó silencio sobre prácticas ampliamente documentadas dentro de la Isla: el uso del Decreto-Ley 370 para sancionar publicaciones críticas, las detenciones arbitrarias por opinar, los cortes selectivos de internet durante protestas o las campañas de difamación contra periodistas y familiares de presos políticos. Ninguna de estas realidades apareció en el marco teórico citado.
El informe aseguró haber analizado 230 publicaciones consideradas “radicales” entre 2021 y 2025, en su mayoría originadas fuera del país, pero no ofreció detalles sobre la metodología, las fuentes ni los criterios de selección utilizados. Más que comprender dinámicas sociales, el ejercicio pareció orientado a reforzar el discurso oficial que presenta la libertad de expresión como una agresión contra el Estado.
Aunque el texto afirmó que “las críticas no son violencia”, trazó una línea deliberadamente ambigua que permite catalogar cualquier mensaje incómodo como incitación al odio. Esa lógica coincide con la que sustenta el nuevo Código Penal cubano y la Ley de Comunicación Social, instrumentos legales diseñados para ampliar el margen de censura y castigo a la opinión independiente.
Lo que el régimen percibe como amenaza no es la llamada “violencia digital”, sino la organización ciudadana y la visibilidad del descontento. Las redes sociales han permitido documentar apagones, colas, corrupción y abusos sin pasar por el filtro del relato estatal, erosionando el monopolio informativo del poder.
Desde medios oficialistas se han impulsado campañas sistemáticas de descrédito contra activistas y creadores como Luis Manuel Otero Alcántara, Yunior García Aguilera o las Damas de Blanco. De igual forma, medios independientes han sido blanco de ataques y campañas difamatorias financiadas con recursos públicos, una forma de violencia política y psicológica orientada a aislar y neutralizar voces críticas.
Lejos de examinar estas prácticas, el Observatorio prefirió centrar su atención en el exilio y en las redes sociales, uno de los pocos espacios donde la crítica aún escapa al control institucional. El resultado fue, una vez más, un ejercicio propagandístico revestido de lenguaje académico.
La violencia en Cuba no nace en los memes ni en los tuits indignados. Se origina en estructuras estatales que castigan la palabra libre, criminalizan el pensamiento crítico y confunden “seguridad nacional” con preservación del poder. Cada detención por un post, cada medio bloqueado y cada ciudadano sancionado por opinar refuerza esa realidad.
El artículo del Observatorio de Cubadebate no analizó la violencia digital: intentó justificar la censura y el control del discurso público, presentando a las víctimas de la represión como instigadores del odio y ocultando la violencia estructural que el Estado ejerce contra su propio pueblo. En Cuba, el verdadero peligro sigue siendo un sistema que trata la libertad de expresión como delito.
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