Una de las historias más emotivas de la Cuba de los noventa fue el temerario vuelo del ex piloto de la fuerza área cubana Orestes Lorenzo desde los Cayos de la Florida hasta una pequeña carretera cerca de Varadero para rescatar a su esposa y dos pequeños hijos, a quienes el régimen castrista impedía dejar el país. La separación familiar obligatoria era el castigo no escrito contra Lorenzo, quien un año antes había escapado de Cuba a bordo de un Mig-23.
Aquel vuelo para recuperar a su familia tuvo todos los ingredientes de una epopeya cinematográfica: villanos resentidos, peligro extremo, la valentía de un padre desesperado y una fuga con final feliz.
A las cinco y cinco de tarde del sábado 19 de diciembre de 1992 el ex Mayor de la Fuerza Aérea de Cuba Orestes Lorenzo subió a la cabina de un Cessna 310 en Cayo Marathon, al sur de la Florida, para la misión más peligrosa de su vida: el rescate de su familia en Cuba.
Veterano de la guerra de Angola, piloto mimado de la aviación revolucionaria, alumno sobresaliente de las academias soviéticas, desertor satanizado por La Habana, Lorenzo había agotado todas las vías legales y gestiones internacionales para sacar de la isla a su esposa y dos hijos pequeños.
Especialmente vengativo con los militares y altos funcionarios desertores, el régimen cubano se negó a permitir la salida de su familia. Sólo quedaba una opción casi suicida: tomar un avión, burlar las defensas antiaéreas cubanas, aterrizar en una carretera, subir a la mujer y los niños y regresar con vida a Estados Unidos.
Lorenzo verificó una y otra vez los sistemas de la aeronave, un bimotor fabricado en 1961, y rezó por los suyos. Encendió los motores, desconectó la radio y puso rumbo sur. A su favor estaba el hecho de conocer como pocos los emplazamientos defensivos de la isla. Pero el piloto de 36 años desconocía que precisamente por aquella fecha sus ex compañeros de la aviación cubana realizaban en la zona maniobras para prepararse ante un eventual "ataque imperialista".
"Si no tienes noticias mías en una hora y 20 minutos, puedes darme por muerto", advirtió antes de partir a su amiga Cristina Arriaga, de la anticastrista Fundación Valladares, que le ayudó en la organización de la escapada.
Tras despegar, Lorenzo estabilizó el avión a sólo 10 pies de la superficie del mar para evadir los radares cubanos. "Era un avión caliente, bastante rápido, volando a altura cero sobre el Estrecho de la Florida", recuerda. A los 40 minutos de vuelo divisó la costa occidental de Cuba, el balneario de Varadero. Allá abajo, en un punto exacto de la carretera recta y estrecha, paralela al mar, debían estar esperando María Victoria Rojas (Vicky), la esposa de 34 años, y sus hijos Reyniel (de 11) y Alejandro (de 6).
Orestes Lorenzo Pérez había ocupado las primeras planas de los diarios con un vuelo parecido, pero en dirección contraria y a bordo de un avión de combate. El 20 de marzo de 1991 el Mayor cubano apareció sobre la estación aeronaval estadounidense de Boca Chica en un cazabombardero Mig-23. Ni los radares cubanos ni los estadounidenses detectaron el vuelo. Aquello fue un escándalo que mostró la vulnerabilidad de ambos países ante ataques aéreos por sorpresa.
Pero Lorenzo tenía un propósito distinto: solicitar asilo político en el territorio de sus ex enemigos. Se había desencantado del comunismo durante los tres años que pasó a fines de los 80 en la Unión Soviética, justo cuando Moscú experimentaba con la Perestroika y La Habana se atrincheraba en el marxismo y el nacionalismo.
Concluido el habitual proceso de debriefing con la inteligencia de Estados Unidos para comprobar que no se trataba de un agente provocador, el piloto puso todas sus energías en función de sacar a su familia de Cuba. Ingenuamente pensaba que con las visas estadounidenses en mano, todo sería cuestión de trámite. Pasó por alto un detalle determinante: las autoridades cubanas suelen castigar a los desertores impidiendo que se reúnan con sus familias fuera de la isla.
"A mi esposa le decían: 'Usted nunca verá a su marido y los niños no verán al padre porque es un traidor que no merece vivir con ustedes", relata Lorenzo desde su casa en Orlando, Florida. Ahora con 43 años ha dado un giro radical a su vida: dejó la aviación para dedicarse a los negocios de la Bolsa desde su casa y la pareja tuvo un tercer hijo.
"Eso lo decía Raúl Castro, no personalmente, sino a través de un secuaz. En el propio despacho de Raúl un Coronel de la Contrainteligencia Militar advirtió a mi mujer: 'El Ministro dice que si Lorenzo tuvo cojones para llevarse un avión, que los tenga también para venirte a buscar", cuenta el piloto.
Con el transcurso de los meses Lorenzo amplió el radio de sus gestiones. Se entrevistó con más de la mitad de los Congresistas y Senadores de Estados Unidos ("Son casi 300 libras de documentos que guardo en mi casa", afirma), pidió ayuda a la viuda de Martin Luther King Jr., logró que el entonces Presidente George Bush (padre) solicitara en un discurso a Fidel Castro que permitiera la reunificación del piloto con su esposa e hijos.
En 1992 imploró por su familia ante la Comisión de Derechos Humanos de la ONU en Ginebra. En julio de ese mismo año, simultáneamente a la visita a España de Fidel Castro para participar en la II Cumbre Iberoamericana, el ex militar se encadenó a una reja del madrileño Parque del Retiro y cumplió una huelga de hambre de siete días.
El entonces Presidente chileno Patricio Alwyn lo visitó en el sitio de la protesta y la Reina Sofía intercedió por su familia ante Castro. El titular de la Junta de Galicia, Manuel Fraga, un viejo franquista particularmente exitoso en recibir de La Habana respuestas positivas a sus solicitudes de liberación de presos, también hizo lo propio. El tema llegó al despacho de Mijail Gorbachov, una figura por entonces aborrecida en los círculos cubanos de poder. En La Habana, el régimen no daba ninguna señal de ceder.
Pocos días antes del rescate, Lorenzo publicó una carta abierta dirigida a Castro en The Wall Street Journal en la que ofrecía presentarse a juicio en Cuba si se permitía a María Victoria y los niños viajar a Estados Unidos. Tampoco hubo respuesta.
Ante las escasas perspectivas de sus gestiones internacionales , la desesperación hizo presa en el ex militar cubano. Decidió entonces estudiar para obtener una licencia norteamericana de piloto. Conocía los aviones rusos, pero tenía que entrenarse en modelos estadounidenses. El tiempo se agotaba: si no tenía éxito de manera pública, iría por su familia en secreto.
Volando a muy baja altura, el bimotor de seis plazas se aproximó al atardecer a la angosta carretera frente a la playa El Mamey, muy cerca de Varadero, a unos 150 kilómetros al este de La Habana. Mientras caminaban de la costa a la carretera según lo acordado previamente en un plan ultrasecreto, Vicky y los niños escucharon el ronroneo del motor y divisaron la aeronave.
Lo que Lorenzo no previó en su minucioso plan fue que a esa hora la carretera estuviese transitada. El escenario no podía ser peor: en el tramo previsto para el aterrizaje coincidieron un auto, una rastra, un autobús con turistas...y una gigantesca piedra en medio de la vía. Balanceando las alas, el piloto casi rozó el techo del auto, tocó tierra y se detuvo a ocho metros del autobús con los vacacionistas petrificados en sus asientos y los ojos saliéndoseles de las órbitas.
Casi dos años después de la separación, Lorenzo vio aparecer a su familia corriendo frente al avión. En la carrera, Alejandro, el menor de los niños, perdió un zapato. Para evitar una tragedia con las hélices y preparar el despegue, giró el aparato en U y abrió la portezuela de la cabina. Todo en menos de un minuto.
"Cuando Vicky apareció en la puerta traía una cara entre el terror y la felicidad de verme. Quería tocarme...me decía ' ¡Papito, papito!'. Y yo (contestaba), no me hables, no me toques. Los niños también me llamaban ' ¡Papito! Concentrado en la operación, yo sólo atinaba a decirles (vayan a sentarse): pa' tras, pa' tras", relata Lorenzo.
Y añade: "Desde el mismo instante del despegue yo estaba firmemente convencido de que todo saldría bien y esa fuerza espiritual jugó un papel clave en el rescate".
Pero la suerte estuvo a punto de esfumársele de las manos en el momento de cerrar la puerta. Lo intentó una, dos, tres veces. Infructuosamente. Se había trabado. La tiró con fuerza mientras corrían segundos cruciales. Nada. Por último, sacó paciencia de la desesperación y la empujó suavemente hasta que selló.
Entonces el avión emprendió la carrera de despegue por la carretera, levantó vuelo y enfiló con rumbo norte.
Dos ciudadanas mexicanas, Azul Landeros y Virginia González Torres, jugaron un rol de primer orden en la espectacular fuga de la familia Lorenzo Rojas. Actuaron como los enlaces confiables de Lorenzo con su esposa. Activistas en favor de los derechos de los enfermos mentales en México, Landeros y González conocieron fortuitamente la tragedia del ex Mayor a través de Armando Valladares, un ex preso político que pasó 23 años en las cárceles cubanas acusado de "terrorismo ".
"Cuando conocí a Orestes estaba desesperado, con los ojos rojos, temía no volver a ver a su familia. Yo soy mamá, ¿cómo no iba a involucrarme en esa historia de amor e injusticia?", afirma Landeros en su departamento de Lomas de Chapultepec.
La ex esposa del ex Gobernador de Aguascalientes Rodolfo "El Güero" Landeros ha colocado sobre una amplia mesa revistas, álbumes con recortes de medios de prensa y fotografías de siete años atrás. Poco antes se comunicó en Orlando con Lorenzo para saludarlo y contarle de la entrevista.
"Muchas veces había oído decir a Castro que cualquiera puede salir de Cuba, que son los americanos los que no dan visas a los cubanos, pero lo cierto es que cuando visitamos a la esposa de Orestes todos tenían el visado estadounidense desde hacía tiempo", relata.
El primer viaje de las mexicanas fue en octubre de 1992, tres meses antes del rescate. Llevaron cartas y un video de Orestes. Aquel primer contacto fue quizás el más peligroso. Las mujeres buscaban el número exacto del departamento de la familia en la céntrica zona habanera del Vedado cuando apareció la Policía. "Estaban agresivos, querían saber qué hacíamos allí, me salvó una credencial de un Congreso de Psiquiatría que se celebraba esos días en La Habana y que yo llevaba bien visible", recuerda la activista Landeros.
Por aquel entonces Lorenzo ya tenía un avión. Elena Amos, una potentada cubano-americana ferozmente anticastrista que luego también ayudaría a escapar de Cuba a Alina Fernández, la hija ilegítima del gobernante cubano, compró el viejo Cessna en 30 mil dólares y lo donó a la Fundación Valladares para la causa del ex Mayor.
Para Lorenzo el tiempo se agotaba. "A mi casa la inteligencia cubana envió a muchísimos provocadores. Una vez se apareció un brasileño que dijo venir de mi parte para llevar a todos en un yate a Miami, pero Vicky no mordió el anzuelo", narra el piloto. María Victoria también recibía la visita de una psicóloga enviada por las autoridades que insistía en la condición de "traidor a la patria" de su marido y que incluso, según Landeros, en una ocasión le mostró "un montaje" de una foto de Orestes con otra mujer.
El principal temor del ex militar era que, a través de una provocación, el Gobierno pusiera a su mujer tras las rejas. Presentía que algo grave estaba por ocurrir. "Me dije, recuerda Lorenzo, que si ellos tocaban un pelo de mi familia sería la destrucción de mi vida, porque me montaré en un avión y le caeré encima de la cabeza a Fidel Castro".
Los acontecimientos se precipitaron el 10 de diciembre. Ese día Landeros recibió un fax de Lorenzo pidiendo una reunión urgente en Monterrey. Por la noche el piloto desplegó un mapa de Cuba ante Valladares, Amos, Arriaga y las dos mexicanas. "Me voy a buscar a mi familia", concluyó.
Lorenzo escribió entonces una muy detallada carta a su mujer explicando la operación de rescate. Todo a través de claves y contraseñas. Por ejemplo, si María Victoria aceptaba el plan debía confirmárselo luego en conversación telefónica con la frase: "Ore, tu papá está un poco delgado, pero bien". La talla de zapatos de los niños --cinco y medio y seis y medio-- indicaría la hora de la salida.
Virginia González fue expresamente a La Habana el 16 de diciembre para entregar a Vicky la carta. Por temor a micrófonos ocultos no hablaron nada en la casa. Tampoco en el coche turístico que usaron para viajar q Varadero al día siguientes con el propósito de conocer el sitio exacto del aterrizaje. "Al llegar al lugar alguien dijo que tenía que ir al baño. Fue el pretexto para bajarnos y hablar con tranquilidad", rememora González, quien poco después compró a los niños unas camisas y gorras de color naranja fosforescente para que su padre pudiera identificarlos desde el aire.
Continúa González: "Luego nos fuimos a Varadero y hablamos en la playa. Vicky estaba nerviosa, pero confiaba en Orestes. En la orilla nos reunimos todos en círculo para pedir un deseo, los niños pidieron ver a su papá".
Sólo restaba definir el día D. El 18 de diciembre, momentos después de retornar a México, Virginia recibió una sorpresiva llamada de Lorenzo. "Mañana es el día", dijo. Usando otro teléfono se comunicó con Vicky en La Habana. "Me daba nervios que ella no entendiera bien y él hiciera ese peligroso viaje para nada", cuenta ahora Virginia.
Pero María Victoria se aseguró de entender el código. Esa noche hizo una especie de despedida para ella sola, nadie más en la familia supo jamás de los planes de fuga. A la mañana siguiente la dentista que se casó a los 18 años con Orestes Lorenzo pagó 300 pesos para que un viejo auto de alquiler los llevara a la carretera acordada. Esperaron en las cercanías de la costa unas cuatro horas mientras los niños preguntaban una y otra vez qué hacían en un sitio tan apartado. Hasta que escucharon el motor de un avión. "Es su papá", les dijo mientras los tomaba de las manos. "Viene a buscarnos".
En el justo momento en que Orestes Lorenzo se adentraba en el mar con la vista de La Habana a su izquierda un poderoso impulso lo venció. Gritó con una fuerza que debió ser similar a la que emplea ahora a través del teléfono: "¡Me los llevé, cojones, hijos de puta, me los llevé!". Anochecía y la avioneta volaba tan pegado al mar que el salitre empañó casi totalmente los cristales de la cabina, haciendo muy difícil la visibilidad.
En la parte trasera del avión el miedo hacía su trabajo. Vicky tenía la vista fija en el cielo temiendo que aparecieran los cazas cubanos. Rezaba. En un momento rodeó con los brazos a sus dos hijos y les tapó los oídos para que no oyeran si ocurría lo peor. Los niños estaban asustados, confundidos, lloraban. Solamente cuando la aeronave traspasó el Paralelo 24, límite del espacio aéreo de Cuba, la tensión aflojó un poco.
En una casa de la Ciudad de México eran alrededor de las seis de la tarde cuando sonó el teléfono. Azul Landeros salió disparada hacia el aparato. Había pasado todo el día junto a un grupo de enfermos de los que atiende su organización humanitaria rezando por el éxito de la fuga de sus amigos cubanos. "Es muy pronto todavía, no pueden ser ellos", le dijo Virginia González. Pero del otro lado de la línea ya Vicky gritaba emocionada: "¡Somos nosotros, somos libres, somos libres!". Aquella casa se convirtió en un manicomio.
El viejo Cessna 310 aterrizó en la misma pista de Cayo Marathon una hora y cuarenta minutos después del despegue. Lo primero que hizo Lorenzo al bajar fue cargar a los niños: "Había una máquina de refrescos, tomé al mayorcito y le dije: ¿quieres tomar algo, papito? "Nos abrazamos todos, mi mujer lloró mucho, yo no. A mí me cayó una especie de paz extraordinaria, una tranquilidad tan grande...era como si se hubiera roto la línea del tiempo, como si nos hubiéramos dejado de ver ayer".
***Esta historia fue publicada originalmente en el diario mexicano Reforma en el 2000.