En Cuba, un sector de la población vive en el olvido, sumido en la precariedad y la indiferencia estatal. Se trata de los jubilados, aquellos que dedicaron su vida al trabajo y ahora enfrentan su vejez con hambre, enfermedades y sin la atención que merecen. Así lo denuncia el escritor cubano Cesario Navas, quien, con su crítica mordaz, ha expuesto la dura realidad que enfrenta esta parte de la sociedad.
En una reflexión compartida en redes sociales, Navas arremete contra el régimen cubano por su falta de interés en los ancianos, a quienes considera las verdaderas víctimas de la injusticia social. "Somos los hijos bastardos de la Revolución", afirma con ironía, desmontando la narrativa oficial de un sistema que supuestamente gobierna "por los humildes y para los humildes". La realidad, según el escritor, es que este sector de la población ha sido descartado y mal recompensado tras décadas de sacrificio.
El escritor contrasta la indiferencia hacia los jubilados con la estrategia mediática del presidente designado Miguel Díaz-Canel. Critica la manera en que el mandatario se reúne constantemente con jóvenes, estudiantes, artistas y deportistas, en encuentros que, más que diálogos genuinos, parecen montajes propagandísticos. En sus palabras, las imágenes cuidadosamente producidas de Díaz-Canel subiendo al Pico Turquino con jóvenes o reunido en armoniosos círculos de discusión reflejan un intento de construir una imagen paternalista y cercana, mientras los verdaderos necesitados quedan en el abandono.
Para Navas, lo más indignante es que, mientras el régimen concede espacios a ciertos sectores de la sociedad, los ancianos no son tomados en cuenta. "¿Cuándo los de la tercera edad podrán tener un encuentro con el susodicho presidente?", cuestiona con vehemencia. Su reclamo es claro: los jubilados también tienen preguntas y demandas que el gobierno debe atender. Más aún, exige que Díaz-Canel pida perdón por los daños que su administración y las anteriores han causado a los ancianos, cuyas pensiones no alcanzan para sobrevivir y que, en muchos casos, deben mendigar en las calles.
El escritor también denuncia la hipocresía de los dirigentes históricos del régimen, quienes nunca experimentaron las privaciones del pueblo. Recuerda con indignación cómo José Ramón Machado Ventura, una de las figuras de la vieja guardia, respondía con desdén cuando le preguntaban sobre su salario en los primeros años del régimen. Para Navas, esta indiferencia se debe a que estos altos dirigentes jamás dependieron de un salario real, pues disfrutaban de privilegios financiados por el Estado, desde alimentos hasta residencias, autos y fincas de recreo.
Las reflexiones de Cesario Navas no solo exponen una verdad incómoda, sino que representan el sentir de miles de cubanos que ven cómo el gobierno prioriza su imagen internacional y su propaganda interna mientras ignora el sufrimiento de sus ciudadanos más vulnerables. Su llamado a la acción es contundente: si el presidente Díaz-Canel realmente quiere dialogar con el pueblo, debe hacerlo con los olvidados de su revolución, con aquellos que pasan hambre y miseria en el ocaso de sus vidas. Hasta entonces, cualquier discurso sobre justicia social y equidad no será más que una farsa.
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