El estado cubano ha instrumentalizado la cultura, utilizándola para difundir un discurso oficial que presenta cualquier crítica como una amenaza, y cualquier desacuerdo, como una traición, expresa en un comentario Jesús Medina de ShareTweet.
En un reciente artículo de Jorge Ángel Hernández en Granma, titulado "Fundar, refundar y fundar", a propósito de la descolonización cultural, se hace una defensa innecesaria de la cultura nacional frente a lo que se percibe como una amenaza externa: una industria cultural global, manipuladora y neocolonial. Sin embargo, más allá de la crítica a la influencia cultural foránea, lo que sorprende es el tono de defensa ideológica que convierte a la cultura cubana en un mecanismo de adoctrinamiento, como si la única cultura válida fuera la que se ajusta a los moldes de la narrativa revolucionaria.
Es cierto que vivimos en un mundo globalizado donde los grandes conglomerados culturales ejercen una notable influencia, incluso en regiones donde el acceso a plataformas de contenido está restringido. Hernández parece ignorar que el control estatal sobre la producción y difusión cultural en Cuba, por más de seis décadas, ha sido una forma de colonización cultural interna.
Si bien denuncia la sinergia entre las industrias culturales estadounidenses, omite mencionar cómo en Cuba el gobierno emplea la cultura para su propio beneficio ideológico, priorizando obras y artistas que encajan en su narrativa y marginando a quienes se atreven a cuestionarla.
El artículo de Granma señala a Disney, Netflix y otros gigantes como promotores de una cultura alineada con los intereses comerciales y políticos de Estados Unidos. Pero, ¿no es igualmente problemático que en Cuba la cultura esté tan subordinada a los intereses de un solo partido?
Bajo el pretexto de proteger la identidad nacional y la “justicia social”, el Estado cubano ha instrumentalizado la cultura, utilizándola para difundir un discurso oficial que presenta cualquier crítica como una amenaza y cualquier desacuerdo, como una traición.
El periodista oficialista menciona que figuras como Alejo Carpentier y Nicolás Guillén serían víctimas de un intento de “descalificación” en favor de una “guerra cultural” para borrar sus huellas ideológicas. Sin embargo, lo cierto es que esos mismos nombres son elevados en Cuba, no tanto por su valor literario o artístico, sino por su afinidad con la ideología revolucionaria.
Mientras tanto, se ignora o minimiza a otros artistas y escritores cuya obra, aunque profundamente cubana, no se alinea perfectamente con la narrativa oficial. En lugar de ser una cultura plural y diversa, la cultura cubana se presenta como un monolito, una herramienta al servicio del adoctrinamiento.
La verdadera independencia cultural no se logra negando el acceso a las influencias externas, afirma Jesús Medina, sino permitiendo que cada creador, cada individuo, decida libremente qué expresar y qué consumir. No resulta extraño que Granma —órgano oficial del Partido Comunista de Cuba— promueva la idea de que la cultura debe estar al servicio de la resistencia contra una supuesta “industria del odio” extranjera. Pero ¿no es odio y resentimiento el que se dirige hacia quienes piensan diferente dentro de Cuba?
En lugar de fomentar un espacio donde los creadores puedan expresar sus ideas libremente, se propaga un mensaje que exige lealtad ideológica y descarta cualquier crítica como un acto de “rendición”. La lista de artistas censurados dentro de la Isla es interminable, desde la mítica Celia Cruz hasta el artista Julio Llopiz-Casal.
La verdadera independencia cultural no se logra negando el acceso a las influencias externas, sino permitiendo que cada creador, cada individuo, decida libremente qué expresar y qué consumir. Esta libertad es lo que fortalece una cultura, no el aislamiento ni el adoctrinamiento. La cultura no se “funda” ni se “refunda” desde el poder, sino que surge genuinamente en la libertad de pensamiento y expresión.
La cultura cubana no necesita una defensa ideológica ni una postura defensiva frente a lo extranjero; lo que necesita es libertad para que cada creador y cada consumidor decida sin restricciones. La verdadera resistencia cultural no se logra imponiendo un único discurso, sino promoviendo un espacio de diálogo y diversidad.
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