La diplomática cubana Johana Tablada de la Torre, subdirectora general para Estados Unidos del Ministerio de Relaciones Exteriores (MINREX), volvió a mostrar su fervor ideológico y su papel como portavoz emocional del régimen.
En un extenso mensaje publicado en redes sociales, Tablada calificó a Silvio Rodríguez como “un gran embajador de la Cuba revolucionaria” y celebró su reciente gira internacional como un “acontecimiento trascendental e inolvidable”.
El texto, cargado de adjetivos y de una devoción casi mística hacia el trovador, deja ver con claridad la conexión simbiótica entre el poder político cubano y su aparato cultural.
Tablada escribió: “Silvio ayuda a despertar de toda la anestesia con que los que se creen dueños del mundo nos quieren adormecer”, y lo elevó al rango de “embajador humanista” de la llamada revolución. Un título que, viniendo de una funcionaria del régimen, suena más a canonización política que a elogio artístico.
Detrás de sus palabras asoma un viejo patrón: la instrumentalización de la figura de Silvio Rodríguez como emblema legitimador del castrismo. Desde hace décadas, el autor de Ojalá y El necio ha servido de puente simbólico entre la utopía revolucionaria del pasado y la dura realidad actual del país —una realidad marcada por la escasez, la represión y la migración masiva.
Mientras el pueblo cubano enfrenta apagones, hambre y colas interminables, portavoces como Tablada insisten en un relato heroico donde artistas privilegiados son presentados como representantes de un pueblo que ya no se reconoce en ellos.
Su exaltación de Silvio no es casual: busca reavivar desde la nostalgia la vigencia de un proyecto político agotado.
La diplomática describió la reciente gira del trovador por países como Chile, Argentina y México como una “gira de luz”, un acto de “resistencia cultural” y de “memoria histórica”. En su interpretación, cada canción de Silvio es una reafirmación del ideal revolucionario.
Pero lo que Tablada omite es que ese ideal ya no inspira a la mayoría de los cubanos, hoy ocupados en escapar del sistema que ella defiende desde su cómodo cargo diplomático.
Silvio Rodríguez encarna, por su parte, la contradicción de una generación que convirtió el conformismo en coherencia. Aunque a veces lanza críticas suaves al estado de cosas, su lealtad al poder sigue firme.
En entrevistas recientes, el trovador ha reiterado su adhesión a la revolución, incluso reconociendo que “no todo se le puede achacar al embargo”. Como en su canción El necio, sigue siendo fiel a un mito antes que al compromiso con la verdad.
Tanto Tablada de la Torre como Rodríguez son piezas distintas de una misma maquinaria de legitimación cultural del régimen. Ella, desde el lenguaje diplomático adornado con retórica “humanista”; él, desde la nostalgia poética y la autoridad moral que conserva por haber sido la voz de una época.
Juntos representan la versión intelectual del aparato ideológico del castrismo: una élite que habla de justicia social mientras disfruta de los privilegios de un sistema que oprime al resto.
La exaltación de la “diplomacia revolucionaria” de Silvio revela, además, la estrategia propagandística del régimen: mostrar al mundo su rostro blando, el de la cultura y la sensibilidad, mientras censura, vigila y castiga dentro de la isla.
Paradójicamente, la funcionaria celebra una gira que, en Cuba, sería imposible para otros trovadores con discursos distintos. En la isla, el arte sigue siendo un territorio vigilado: los artistas independientes son reprimidos por cantar, pintar o escribir lo que piensan, y los escenarios se reservan a quienes no desafían la narrativa oficial.
Así, mientras Johana Tablada proclama que Silvio Rodríguez es un “embajador de la Cuba revolucionaria”, el pueblo cubano continúa siendo el verdadero exiliado de esa revolución.
Ni la poesía ni la diplomacia logran maquillar el fracaso de un sistema que sobrevive gracias a la propaganda y a sus viejos símbolos. En ese teatro ideológico, Silvio y Tablada cumplen —cada uno en su papel— como fieles actores del mismo guion: el de una dictadura que hace tiempo perdió sus pasos y sus cantares de gesta.
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