Foto: Cubanet
Naila Fonseca Beltrán tiene 24 años y es madre de dos niños pequeños. Desde mediados de 2023, su vida quedó marcada por un giro dramático cuando su hijo menor, Reinier Alian Quesada Fonseca, sufrió un infarto cerebral severo con apenas un año y medio de edad. Desde entonces, la joven enfrenta una rutina dominada por hospitales, terapias intensivas y una batalla constante por recursos básicos para mantenerlo con vida.
El niño fue ingresado inicialmente en el hospital pediátrico Leonor Pérez y posteriormente trasladado al William Soler, en La Habana. Durante varios días, el daño cerebrovascular pasó inadvertido hasta que una doctora notó que el pequeño no reaccionaba al dolor. “Las punciones para extraerle sangre no le provocaban ningún gesto”, relata la madre. Una tomografía confirmó el diagnóstico y, según recuerda Naila, los médicos le advirtieron que se preparara para el peor desenlace.
Tras ser intubado y sometido a coma inducido, el estado del niño empeoró y tuvo que ser trasladado de urgencia al hospital Juan Manuel Márquez, en Marianao. Allí regresó a terapia intensiva y fue sometido a una craneotomía para aliviar la inflamación cerebral extrema. Contra todo pronóstico, sobrevivió. Diez días después le realizaron una traqueostomía y posteriormente una gastrostomía, procedimientos que marcaron el inicio de un prolongado y complejo proceso de recuperación.
Reinier pasó alrededor de un año hospitalizado, entre terapia intensiva y salas comunes, afectado además por infecciones bacterianas. Durante ese tiempo perdió casi la mitad de su peso corporal. A mediados de 2024 pudo finalmente regresar a casa, aunque dependía de oxígeno permanente. Cuando el balón comenzó a agotarse, Naila acudió al policlínico en busca de ayuda, pero recibió una negativa. “El oxígeno que tenemos disponible está reservado para emergencias”, le dijeron, a pesar del riesgo inminente para la vida del niño.
Desde entonces, la supervivencia de Reinier depende casi exclusivamente del esfuerzo de su madre. Naila no cuenta con apoyo familiar ni estatal y sobrevive con una pensión mensual de 3.700 pesos, insuficiente para cubrir medicamentos, materiales de curación y otros insumos básicos. Las sondas de aspiración, por ejemplo, debe comprarlas en el mercado informal a precios que superan ampliamente sus ingresos, mientras su hijo utiliza hasta cinco diarias.
El tratamiento médico del niño incluye anticonvulsivos esenciales que no recibe por las vías institucionales. “Mi niño toma Valproato de Sodio y Levetiracetam, en suspensión, para las convulsiones. El segundo es un medicamento de manejo intrahospitalario y jamás se lo han dado. Tengo que comprarlo en la calle a 3.000 pesos el pomo. Nadie entiende cómo no lo hay en los hospitales, pero sí lo tienen los merolicos. Aparte, también consume Captopril y Ceterizina”, explica. “Yo tengo los medicamentos porque personas de buen corazón me los han donado”.
La precariedad ha obligado a Naila a reutilizar materiales que deberían ser desechables, como guantes, sondas y pañales, los cuales esteriliza en casa con el riesgo de provocar infecciones graves. “Yo he llevado los guantes al policlínico para que me los esterilicen, pero me dicen que no hay agua para eso”, denuncia. Para ella, la experiencia ha desmontado cualquier expectativa sobre la atención a niños con parálisis cerebral infantil en el país, a quienes considera relegados por el sistema de salud.
Las dificultades se agravan ante las emergencias. Naila recuerda un ingreso reciente por estatus convulsivo, cuando su hijo estuvo al borde del paro cardíaco. “Gracias a Dios que mi pequeño es fuerte porque hubiese pasado lo peor”, afirma, tras relatar que la ambulancia tardó ocho horas en llegar. A ello se suma la ausencia total de fisioterapia y seguimiento especializado, a pesar de vivir a escasos metros del policlínico.
Convertida en enfermera a tiempo completo, Naila no puede trabajar fuera de casa. Su hijo no sostiene la cabeza, requiere aspiración frecuente y alimentación por sonda cada cuatro horas. El esfuerzo físico constante ha deteriorado su propia salud. “A raíz de tanto esfuerzo, tengo una escoliosis, con las vértebras de la cervical comprimidas en grado 3. El médico me dijo que puedo cargar hasta cinco libras máximo, pero tengo que cargar a mi niño que pesa 11 kg, dos y tres veces al día”, lamenta.
Ante la necesidad urgente de ingresos y visibilidad, Naila comenzó a crear contenido en redes sociales para mostrar sin filtros la realidad que vive. Sus denuncias han generado una ola de solidaridad entre otras madres en situaciones similares, quienes confirman que el abandono institucional es una experiencia compartida. Un coro de voces que revela una crisis silenciosa y persistente detrás de las cifras oficiales.
Fuente: Cubanet
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