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Lo llamaban el Conde. Era un hombre que en vida se ganó ese apodo por su porte y el respeto que inspiraba en la comunidad. No vestía lujos ni cargaba títulos nobiliarios, pero llevaba con orgullo sus medallas y diplomas de años de servicio a la Revolución. En sus anécdotas de vida solía hablar de aquellos reconocimientos, símbolos de una trayectoria marcada por el trabajo y el sacrificio. Sin embargo, el final de sus días fue la negación absoluta de esa historia: murió como un mendigo con un retiro salarial mínimo , tras años de padecer Alzheimer, atrapado en un sistema incapaz de garantizar una muerte digna.
El calvario comenzó mucho antes de su último suspiro. El Conde pasó sus días finales en un hospital donde la falta de higiene y de medicamentos era la norma. Su familia, agotada por el avance de la enfermedad, debía enfrentarse a falta de agua, higiene y medicamentos, mientras que el enfermo, confundido y frágil, dormía en sábanas gastadas, rodeado de mosquitos y sin acceso a los fármacos que hubieran podido aliviar su deterioro. Asi a grandes rasgos paciente y acompañantes libraron una batalla diaria no solo contra el Alzheimer, sino contra la miseria institucional.
Cuando finalmente murió, la familia creyó que al menos podría darle un último adiós con respeto. Pero la realidad los golpeó otra vez. La funeraria no tenía espacio. El cuerpo del Conde fue llevado a un sótano oscuro donde lo prepararon con lo poco que había. La indignación creció cuando les entregaron un ataúd improvisado, sin cristal para ver por ultima vez el rostro del difunto el cual seria cremado, una solución a la que acuden muchos cubanos para evitar otra mueca negra de la actualidad: donde enterrar al fallecido y como trasladarse al cementerio. Sobre el traslado justamente, sucedió otra desagradable sorpresa. Dispondrían de unas pocas horas pues ante la escasez de combustible y a falta de espacio tendrían que velarlo en un santiamén y por consiguiente ni allegados ni dolientes estarían a tiempo para acudir a su despedida.
Así fue como en apenas unas horas los recuerdos del Conde quedaron en cenizas, perdiéndose también el retrato de una sociedad donde morir con dignidad se ha vuelto un privilegio. Su historia encierra la contradicción de un país que alguna vez lo premió con diplomas y medallas, y que lo despidió como a un desposeído con un pasaje fugaz y turbulento de la vida a la muerte.
La muerte en Cuba se ha convertido en un proceso de zozobra: hospitales sin recursos, funerarias sin capacidad, ataúdes improvisados y cementerios saturados. La del Conde es apenas una de tantas historias que exponen la crudeza de un sistema donde el ciudadano no encuentra respeto ni en su último día. Murió como mendigo, aunque en vida todos lo recordarán como lo que siempre fue: un hombre digno, quebrado por un final indigno.
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