La campaña mediática lanzada por el régimen cubano contra el Encargado de Negocios de la Embajada de Estados Unidos en La Habana revela la incomodidad del poder ante un diplomático que ejerce su labor con transparencia y contacto directo con la sociedad civil independiente.

El funcionario ha sido blanco de ataques por realizar una actividad fundamental en cualquier misión diplomática: reunirse con activistas, emprendedores, artistas y defensores de los derechos humanos. Acciones normales en cualquier país democrático, pero que en Cuba son vistas como amenazas por un sistema que no tolera ni la mínima señal de autonomía ciudadana.

El artículo publicado por medios oficialistas acusa al diplomático de “injerencia” por mantener conversaciones con figuras de la disidencia, algo que está amparado por la Convención de Viena, que garantiza a los diplomáticos libertad para interactuar con diversos sectores de la sociedad. Sin embargo, en la narrativa oficial, estas interacciones son retratadas como conspiraciones.

El verdadero problema para el régimen no es el diplomático, sino lo que representa: la exposición de una realidad que las autoridades cubanas intentan suprimir. Su presencia desvela la existencia de un país que no se refleja en los medios estatales: uno donde hay descontento, iniciativas independientes y ciudadanos que luchan por sus derechos, pese a la represión.

Resulta irónico que el gobierno que exige respeto internacional a su soberanía sea el primero en lanzar ataques personales contra un diplomático acreditado. No se trata de subversión, sino de diplomacia activa que el régimen considera peligrosa porque escapa a su control.

Esta reacción, lejos de fortalecer al régimen, deja en evidencia su temor a la verdad y su vulnerabilidad ante cualquier mirada extranjera que se atreva a escuchar a quienes no tienen voz en los canales oficiales.

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