El miedo en Cuba: raíces de un apego construido
Redacción de CubitaNOW ~ jueves 11 de septiembre de 2025

El miedo que persiste en la sociedad cubana no es un fenómeno aislado ni reciente; es el resultado de más de seis décadas de un entramado ideológico que ha modelado percepciones y emociones colectivas. El temor, como sugieren varias tradiciones filosóficas, nace del apego: se teme perder aquello que se cree poseer. En Cuba, ese apego ha sido cuidadosamente alimentado por un discurso que promete seguridad, pertenencia y derechos universales, aunque muchas veces solo exista en el plano retórico.
Durante más de 60 años, se ha inculcado la idea de que los cubanos disfrutan de libertad plena, de un sistema educativo gratuito y de calidad, de una salud universal impecable, de viviendas propias aseguradas por el Estado y de una soberanía incontestable. Estos conceptos, repetidos hasta la saciedad, han penetrado en el imaginario colectivo, convirtiéndose en pilares emocionales más que en certezas palpables. El apego no es solo a bienes materiales, sino también a nociones de dignidad y estabilidad que el relato oficial asocia con la Revolución.
El problema surge cuando la realidad contradice esas creencias. El acceso a la salud se resiente en hospitales sin recursos; la educación pierde calidad; la vivienda se deteriora; y la libertad de expresión tropieza con censuras y represalias. Sin embargo, muchos prefieren no cuestionar, porque el miedo a perder el mínimo de seguridad percibida supera el impulso de reclamar. Así, el apego a lo imaginado refuerza el temor a lo incierto.
El estoicismo, con su invitación a distinguir entre lo que depende de uno y lo que no, ofrece claves para entender este fenómeno. Marco Aurelio escribió que la verdadera libertad consiste en dominar las propias pasiones y opiniones, no en aferrarse a lo que el mundo externo puede arrebatar. Si los cubanos pudieran separar los hechos de las interpretaciones heredadas, quizá el miedo perdería parte de su fuerza. La dependencia emocional de promesas estatales —salud, educación, techo, estabilidad— convierte al individuo en rehén de aquello que teme perder, aunque su posesión sea ilusoria.
A ello se suma un “síndrome de Estocolmo social”: sectores de la población desarrollan una relación ambigua con el poder que los restringe, justificando sus excesos o agradeciendo concesiones mínimas. En esa dinámica, la lealtad o la resignación no siempre provienen de convicción, sino de estrategias de supervivencia en un entorno donde disentir puede traer consecuencias severas.
El miedo tiene, además, un componente histórico. Las generaciones que vivieron los primeros años del proceso revolucionario aprendieron que oponerse significaba marginación o exilio. Ese aprendizaje se transmitió, consciente o no, a hijos y nietos. La prudencia —o la autocensura— se convirtió en hábito cultural, y el costo de desafiar el relato oficial parece mayor que el de aceptar silenciosamente la narrativa establecida.
Romper ese ciclo exige algo más que evidenciar carencias materiales o políticas: requiere desmontar los apegos que sostienen el temor. Supone asumir que la libertad no es dádiva, sino ejercicio; que la salud y la educación no son privilegios concedidos por un ente superior, sino derechos sostenidos por la responsabilidad ciudadana y un sistema transparente. También implica comprender, al modo de los estoicos, que nada externo puede esclavizar el juicio interior si uno decide vivir conforme a la verdad.
El desafío de los cubanos, entonces, no es solo superar la escasez o las restricciones externas, sino liberar su conciencia del apego a ilusiones inculcadas. Solo así el miedo dejará de ser un muro y se convertirá en impulso para imaginar y construir, una realidad distinta.