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Carlos Varela en Miami: El Leñador de vuelta al Bosque

Redacción de CubitaNOW ~ miércoles 30 de junio de 2021

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Ha pasado más de un año desde la última vez que escribí algo. No llevo la cuenta exacta, pero lo sé. O lo saben mis dedos. Durante este tiempo han hibernado apaciblemente, colgando como apéndices inútiles dignos de un tratamiento mejor. Una amputación, por ejemplo, algo así. 

No sé lo último que escribí hace doce o quince meses. Fue algo olvidable, como podrá verse. Pero sí sé lo último que estuve a punto de escribir. Y ese texto que no terminó de escribirse, pero casi, me persigue como una obsesión que ahora mismo, mientras empiezo a teclear dos, tres párrafos temblorosos, me obliga a parar de oración en oración, me hace jadear como si no fueran los pulmones los que hace un año se me hubieran encharcado de Covid-19, y hubiera sido el cerebro. Como si tuviera el cerebro sofocado o aterrorizado. 

Era un texto como regalo de cumpleaños a Carlos Varela. Y él no tiene ni remota idea de eso. 

Empezaba abril del infame año de la pandemia, yo no sabía lo que me esperaba, y Carlos cumplía unos años que, luego de complotarme con el artista visual Karoll William, me había empecinado en celebrarle “a cuatro manos”: Karoll estaba en proceso de editarle un (formidable) video a la canción Parte del Juego, yo escribiría una reseña sobre El Grito Mudo, que se había estrenado pocos meses atrás, y que me obsesionaba de una manera extraña. Me fascinaba y entristecía a partes iguales. No puedo dejar de pensar que era una especie de premonición. 

El mundo se nos empezaba a cerrar, a comprimir alrededor como una fruta podrida mientras Carlos advertía, desde el minuto y medio del álbum: “A todas luces vienen malos tiempos / Y nadie sabe bien como el silencio nos besó…” Nadie descifró a tiempo el mensaje, y bien que nos habría venido.

Así que yo empecé a reseñar El Grito Mudo ajeno a que el paisaje desde mi ventana se infectaba de un ambiente de guerra: una caravana del ejército de Estados Unidos se deslizó por mi vecindario llena de ruidos y de una parsimonia siniestra. No estoy siendo metafórico, hablo del ejército en sentido literal. 

Desde mi balcón vi al parque C. B. Smith de Pembroke Pines, con sus flores y praderas enormes y sus lagos con cisnes indiferentes, llenarse de carpas blancas donde unos militares vestidos con ropas blindadas contra el virus hacían pruebas de infección 24 horas al día. El lugar donde solía llevar a mi hijo a deslizarse en trampolines y piscinas se convirtió en una escena de Contagion frente a mis ojos. Una cosa enloquecedora. Un mundo asfixiante y asfixiado. Como un grito mudo. Un mundo mudo.

Empecé a teclearle a Carlos su regalo de cumpleaños en aquellos días, pero una tos impertinente me hacía desviar la vista de la pantalla y me obligaba una y otra vez a retomar el hilo luego de agarrar algo de aire, luego de un buche de agua, qué mierda era esto, qué le pasaba a mi garganta, voy a tener que seguir luego, ahora no me siento demasiado bien. 

Pero la tos no se fue. A cambio, se me fueron el sabor y el olfato. De golpe. Y se me fue mi hijo durante semanas enteras, alejado de mí como venganza y prevención (en ese orden) de una ex mujer con muchas ganas de hacerme pagar por los pasados presentes. Me llegaron unos espasmos rarísimos que me hacían temblar sin frío ni fiebre. Me llegaron los dolores en el cráneo, en el cuero cabelludo, en los huesos. Me dolían las encías y los testículos. ¡No estoy exagerando! Me dolían los putos pensamientos.

Y después, cuando un test me confirmó la infección y me hizo un leproso de nuevo tipo, me llegaron las fiebres de la una de la madrugada. Empezaban con una puntualidad maníaca, se iban solas, se burlaban de cualquier cocimiento o pócima o fármaco o conjuro. Eran una pesadilla dentro de otra pesadilla.

Luego de la tercera o la cuarta noche consecutiva de fiebre de la una de la madrugada inauguré un ritual: sentarme en mi balcón flanqueado por tres árboles y cien ardillas pandilleras, inclinar la cabeza hacia atrás como quien quiere aspirar la brisa con más facilidad, cerrar los ojos y encajarme los audífonos con unas músicas que tenían algo de místicas, de fe. Lo repetí cada noche mientras la fiebre me atormentó. De alguna manera albergaba la esperanza de terminar mi ritual y sacarme los audífonos y que la enfermedad se me hubiera ido ya. Y que mi hijo hubiera regresado. Tuviera o no un parque al que poderlo llevar a jugar.

Aquellas músicas eran tres. Tres álbumes que roté como un obseso, drogado por la fiebre del coronavirus y por sustancias que aún no toca confesar, y cuyos acordes me alternaban adentro unas sensaciones que en esas noches me eran confusas pero que hoy puedo comprender con perfecta lucidez: 10,000 Days, de Tool; Human: II: Nature, de Nightwish; El Grito Mudo, de Carlos Varela. 

A ver si me explico: yo quise regalarle a Carlos un texto sobre su álbum, pero me dio por casi morirme y tuve que dejarlo para después. Para la sobrevida, si sobrevivía, cosa que no podía asegurar. Tony Soto, mi médico, mi amigo, mi curandero de todas las dolencias posibles, se moriría poco después de esa misma basura que me contagié en una gasolinera o un diálogo intrascendente con nunca sabré yo quién. Los síntomas no me hacían presagiar nada bueno. Eran horrendos.

Y mientras no escribía una reseña sobre su disco hermoso, cada noche en mi balcón de cuarentena yo pasaba las fiebres de la una de la madrugada con la voz de Carlos reviviéndome el espíritu un poco por los oídos, dándome un boca a boca de oxígeno para mis pulmones que peleaban como bestias, negados a perder contra un virus de mierda.

Yo no podía escribir, y no podría hacerlo más en un larguísimo año, y ese impasse ocurrió cuando estuve a punto de escribir sobre aquella misma música con la que me intentaba salvar todas las noches, paso a paso, como una plegaria o una transfusión. Carlos se volvió un druida que me ayudaba a sanar cuando yo empezaba a sentir que me moría. Y él tampoco sabe esto.

De esas noches me ha quedado una partícula de memoria afectiva muy proustiana. Cuando, al comienzo mismo del álbum, una voz recita a Kabir Das: “I´ve been thinking about the difference between water and the waves on it”, a mi me asalta el olor a la tierra húmeda poco antes de llover y estoy seguro de que ese efecto, esa imagen, me va a acompañar hasta que me muera de verdad, sin simulacros ni falsas alarmas. Llevo un año escuchando ese comienzo melódico y atronador de Why not? y reviviendo el mismo efecto. Que alguien me diga que eso no es una cabrona maravilla. 

Pero no era la primera vez que yo sobrevivía una época de plagas con la música de Carlos Varela como antibiótico en las venas. Antes había pasado otra plaga personal. Se llamó adolescencia. 

Me atrincheraba en mi cuarto a los dieciocho años, frustrado, insatisfecho de todo y de todos, despreciando la maldita circunstancia de agua por todas partes y despreciando el destino provincial que me había tocado vivir, hastiado de un país que no me gustaba y al que yo le gustaba menos aun; y así, sin aguantar más, harto tan harto como la chica implorante de El Grito Mudo, reproducía Como los Peces a un volumen insoportable, de la primera canción a la última. Sentado en el piso de mi cuarto, en Bayamo, hosco, lleno de libros y de rabias, haciendo catarsis con aquel disco que se me volvió un tótem, un objeto de adoración. Así pasé aquella otra plaga distante.

En esos tiempos nació mi amistad con Carlitos. Él no lo recuerda, aunque mienta y me asegure que sí. Quien si lo recuerda es un combativo colectivo de periodistas de prensa plana, radio y televisión local de Bayamo, que asistieron como testigos involuntarios a un cuestionario mío, como estudiante de segundo año de periodismo, frente al músico famoso en toda Cuba y fuera de ella que, en ese 2004, estaba de gira por todo el país. 

Esa noche, en el Teatro Bayamo, rodeado de mis futuros colegas (no me había graduado aún) escupí la pregunta que hasta último momento no supe si tendría valor de formular. 

Carlos recién regresaba de una gira por Venezuela junto a Silvio Rodríguez, su amigo, su semidiós. Alguna prensa extranjera no dejó escapar la suspicacia que encerraba Carlos Varela, paradigma de amor difícil con el oficialismo cubano, sea este lo que sea, cantando en la Venezuela de Hugo Chávez junto a Silvio, paradigma cultural de la Revolución Cubana y parlamentario nacional. Yo amaba la música de aquel tío pequeñito y problemático. ¡Yo lo amaba también a él! Eso no impidió que en un cuestionario donde le pedía, para su sorpresa (en público, en provincias) que me hablara de sus infinitas censuras y sus letras contestatarias, yo incluyera algo parecido a un desafío o un puñal:

“Acabas de venir de Venezuela, de cantar mucho en Venezuela. No es un país cualquiera, ni tiene un gobierno cualquiera. Es un símbolo, ahora mismo”, empecé. Él asintió, en silencio. “Mi verso favorito de tu Leñador sin Bosque plantaba una bandera de principios: tú vivías alejado del trono y del dragón, y preferías ser olvidado antes que hacer de bufón, Carlos. Pero ahora no sé. ¿Cambió algo desde aquel 1994 hasta este 2004? ¿Aceptaste hacer de bufón?”



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No incluiré aquí, esta vez, su respuesta. A pesar de ser exquisita y de haberla dicho con el mismo tono de desafío y de puñal que llevaba la pregunta. No soy un buen tipo, por supuesto la dejaré pendiente para otro futuro. Pero esa noche y esa entrevista y ese duelo de espadas forjó algún vínculo, un hilo de Ariadna, unas borgianas ruinas muy circulares entre Carlos Varela y yo, donde siempre volvemos a encontrarnos, en una entrevista frente a frente o un concierto, o en el estreno en Miami de El Poeta de La Habana, ese documental bellísimo que le filmara Ron Chapman. Sea donde sea, siempre termino echando mano de su música para salvarme yo, egoísta hasta el tuétano, termine o no salvándolo también a él. El sobreviviente que soy sabe perfectamente a quién de vez en vez le puede deber la sobrevida. 

Por eso cuando supe que regresaba a cantar este julio de pospandemia a Miami me pregunté cómo no lo sospeché antes. El símbolo, el jodido símbolo detrás de todas las cosas, sean o no grandes. Sean grandes o pequeños sueños. 

Su primera ráfaga de conciertos este fin de semana en el Flamingo Theater de Brickell (viernes 2, sábado 3, domingo 4) se vendió exactamente en modo ráfaga. La web de reservas por internet me sonrió displicente y me despachó cuando intenté comprar mis asientos par de semanas atrás. La demanda fue tan abrumadora que debió agregar una nueva fecha (donde sí compré mis asientos, de un zarpazo) terminando el mes, el día 30 de julio. Lo necesitó el público. O quizás lo necesitó él. 

Carlos no lo sabe, pero el leñador que es tiene un bosque tupido, sensible y vivo al que cuidar, y al que siempre volver. Sin esa comunión se mueren bosque y leñador. Ambos. Sin soluciones ni escapes. 

Y si a mí algún concierto debía devolverme la felicidad infantil que me provoca la música en directo, sudada, entrecortada por el whisky o las hierbas o los polvos, la música que flota martillada frente a una jauría arrebatada, absorta, vociferante; ese concierto no podía ser de nadie mas que Carlos, el tipo adorable al que intento regalarle algo y termina regalándome canciones para mi propia salvación. 

Este texto, luego de un año infinito y oscuro sin escribir al menos una palabra que no diga nada y que al mismo lo esconda todo, es parte de esa salvación.  



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