El otorgamiento del Premio Nacional de Música 2025 a Amaury Pérez Vidal vuelve a confirmar una práctica recurrente del sistema cultural cubano: los máximos reconocimientos oficiales no se conceden tanto por los resultados artísticos como por la fidelidad política. Más que celebrar una obra sometida a debate crítico, el galardón funciona como pago simbólico a décadas de alineamiento incondicional con la dictadura y de silencio cómplice ante la represión.
Nadie discute que Amaury Pérez sea una figura conocida dentro de la Nueva Trova ni que haya tenido visibilidad en la televisión y la música cubanas. Lo que sí resulta cuestionable es que el Premio Nacional —supuesto máximo reconocimiento a la excelencia musical— ignore de forma sistemática un elemento esencial: la responsabilidad ética del artista en un país donde la cultura ha sido utilizada como instrumento de propaganda.
Durante más de cuarenta años, Amaury Pérez ha sido un defensor constante del discurso oficial. Ha justificado al régimen en foros nacionales e internacionales, ha elogiado sin matices a Fidel Castro y jamás se ha pronunciado para condenar los arrestos arbitrarios de jóvenes, artistas, activistas o ciudadanos comunes. Su silencio ante las condenas desproporcionadas, la censura, el exilio forzado y la represión cultural no es casual: es parte del mismo pacto que hoy se sella con este premio.
Mientras músicos independientes eran marginados, perseguidos o empujados al destierro por disentir, Amaury disfrutó de escenarios, giras, promoción institucional y acceso privilegiado a los medios estatales. Nunca fue incómodo para el poder. Nunca cuestionó. Nunca defendió públicamente a quienes pagaron con cárcel o silencio mediático el precio de pensar distinto. En Cuba, esa coherencia con el poder tiene recompensa.
El Premio Nacional de Música no llega, entonces, como una sorpresa, sino como una consecuencia lógica. Es la manera en que el régimen paga el favor de haber sido siempre un rostro amable de la dictadura, un trovador confiable, una voz que jamás se salió del guion. La presencia de instituciones oficiales, funcionarios culturales y jurados históricamente alineados con el poder refuerza la idea de que el reconocimiento estaba decidido de antemano.
Resulta revelador que estos premios se entreguen mientras decenas de jóvenes músicos sobreviven sin espacios, sin derechos y bajo vigilancia, o mientras artistas críticos continúan vetados por razones políticas. La cultura oficial cubana no premia el riesgo, la innovación ni la libertad creadora: premia la obediencia.
En ese contexto, la extensa carrera de Amaury Pérez deja de ser evaluada solo desde lo musical y pasa a leerse como parte de un engranaje ideológico. Su obra ha coexistido cómodamente con la censura y la represión, sin incomodarlas jamás. Eso, en la Cuba actual, vale más que cualquier partitura.
El Premio Nacional de Música 2025 no reconoce a un creador incómodo ni a un artista que haya ampliado los márgenes de la libertad cultural. Reconoce, una vez más, a alguien que supo mantenerse fiel al poder, callar cuando otros gritaban y cantar cuando el régimen necesitaba música de fondo. En Cuba, ese sigue siendo el mérito principal.
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