“Este país también le pertenece a los que no tenemos dólares, a los que solo tenemos CUP”. Con esta frase clara y valiente, una joven estudiante de la Universidad de Ciencias Médicas de Las Tunas ha desatado una oleada de solidaridad, indignación y reflexión en redes sociales. Su denuncia se ha vuelto viral, convirtiéndose en símbolo del descontento juvenil ante la profundización de la exclusión económica en Cuba.

La declaración se enmarca en el rechazo generalizado a las nuevas tarifas impuestas por ETECSA, la empresa estatal de telecomunicaciones. En un país donde la mayoría sobrevive con salarios en moneda nacional y sin acceso estable a remesas, el encarecimiento del acceso a Internet supone una nueva barrera para quienes ya están al borde de la subsistencia.

La joven deja claro que esta política no es solo una cuestión de economía, sino de derechos: “Para nosotros, una llamada con un hijo emigrado puede ser el privilegio de un día; una clase por Internet puede costar la comida de la semana”.

Su testimonio evidencia cómo la “dolarización parcial” promovida por el régimen no solo fragmenta el acceso a productos básicos, sino también a herramientas esenciales como la educación y la comunicación.

Esta medida oficial, respaldada recientemente por el ministro de Economía, Joaquín Alonso Vázquez, responde —según sus propias palabras— a una supuesta necesidad de “interconexión económica”. Pero en la práctica, instaura una brecha cada vez más amplia entre quienes tienen acceso a divisas extranjeras y quienes solo manejan pesos cubanos, sin valor real fuera del sistema estatal.

Mientras el gobierno intenta justificar el uso del dólar como solución temporal, lo que muchos jóvenes perciben es una estrategia de resistencia al cambio. “La dirección del país avanza en una dolarización sin resolver ninguno de nuestros problemas. Solo quieren ganar tiempo mientras nosotros perdemos futuro”, afirmó otro estudiante en una intervención espontánea durante una asamblea.

Este despertar cívico en las universidades cubanas es una señal de alerta para el poder. Por primera vez en mucho tiempo, los más jóvenes —que antes optaban por el silencio o el exilio— están eligiendo hablar. Lo hacen desde la precariedad, pero también desde la dignidad. Con cada palabra, están reclamando algo más que acceso a Internet o a un mejor salario: están exigiendo el derecho a pertenecer, a decidir y a vivir en un país donde no sea necesario tener dólares para tener voz.

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