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Capítulo III: El escándalo Gil como cortina de humo: manipular la crisis en tiempos del huracán Melissa

Redacción de CubitaNOW ~ lunes 3 de noviembre de 2025

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La historia cubana enseña que los grandes escándalos políticos nunca aparecen por casualidad. En un país donde la información está estrictamente controlada, donde cada titular responde a una línea de poder, los momentos en que algo “sale a la luz” son tan reveladores como el propio hecho. El caso del exministro Alejandro Gil Fernández, acusado de corrupción y “graves errores” en el desempeño de sus funciones, estalló precisamente cuando Cuba atravesaba una catástrofe humanitaria: el paso devastador del huracán Melissa por el oriente del país.

Mientras miles de cubanos perdían sus viviendas, quedaban sin electricidad, sin agua potable ni alimentos, los noticieros estatales dedicaban minutos extensos a reproducir los comunicados de la Fiscalía sobre Gil. Las imágenes de destrucción, que deberían haber ocupado el centro del debate nacional, fueron relegadas por el espectáculo de la “caída de un corrupto”. La sincronía fue tan precisa que pocos dudan: no fue coincidencia, fue estrategia.

Desde los tiempos de Fidel Castro, el régimen ha utilizado el control mediático como arma de supervivencia. Cuando una crisis amenaza con desbordar la narrativa oficial, se activa la válvula de escape: desviar la atención hacia un enemigo interno, un traidor o un caso de corrupción.

En los noventa, durante el “Período Especial”, los medios explotaron casos menores de malversación en empresas estatales para distraer del colapso económico. En la década de 2000, se publicitaron detenciones de funcionarios de turismo o comercio exterior cada vez que se agravaba la escasez.

Ahora, en 2025, el método es el mismo, pero con nuevas formas: el escándalo Gil.

El objetivo no es solo limpiar la imagen del Gobierno, sino producir una sensación de justicia dentro del desastre. La narrativa oficial dice: “Sí, hay dificultades, pero el Estado actúa contra los corruptos; el sistema se depura”. Con ello, se busca reforzar la idea de que el problema no está en el modelo económico, sino en las desviaciones individuales.

El paso del huracán Melissa dejó una estela de ruina en provincias orientales como Holguín, Granma, Las Tunas y parte de Santiago de Cuba. Viviendas destruidas, cosechas perdidas, infraestructuras colapsadas, y, sobre todo, una desesperanza que se multiplica. La población enfrenta apagones prolongados, desabastecimiento extremo y una inflación que ha convertido el salario estatal en un papel sin valor.

En ese contexto, el régimen necesitaba una noticia controlada que absorbiera el malestar. Mientras la gente pedía explicaciones sobre la falta de previsión, los retrasos en la ayuda y la ineficacia del sistema eléctrico, el discurso oficial giró hacia la corrupción de un alto dirigente. Los medios estatales y sus plataformas digitales impulsaron el tema con una narrativa ejemplarizante: “Nadie está por encima de la ley”.

El mensaje de fondo era claro: el sistema funciona, porque “detecta y sanciona” sus errores. Y, sobre todo, evita que la indignación se oriente hacia el Gobierno o el Partido, trasladándola a un solo individuo.

El caso Gil cumple la misma función que antes cumplieron otros dirigentes defenestrados: sirve para purificar simbólicamente al Estado ante los ojos de una población exhausta.

En el relato mediático, Gil encarna la avaricia y la traición; el Partido, en cambio, encarna la corrección moral. Este juego de roles es esencial en un sistema que no permite crítica real. El castigo público de un ministro actúa como catarsis colectiva: el pueblo descarga su frustración, el poder mantiene intacto su dominio.

Mientras tanto, los problemas estructurales —inflación, desabastecimiento, migración, apagones— quedan fuera del foco informativo. La tragedia del huracán se diluye entre declaraciones heroicas y promesas de reconstrucción. Los noticieros muestran a brigadas reparando techos y a dirigentes “recorriendo zonas afectadas”, pero no mencionan las causas profundas del deterioro: décadas de desinversión, corrupción institucionalizada y una economía improductiva.

La estrategia no termina con el escándalo. Cuando la atención pública se agota, el caso Gil será lentamente archivado. O bien aparecerá un juicio rápido, sin transparencia ni cifras, o simplemente desaparecerá del discurso. Así ocurrió con otros funcionarios en el pasado.

La lógica es siempre la misma: controlar el tiempo del escándalo. Primero se sobredimensiona, luego se entierra. Y mientras tanto, la realidad sigue su curso: el país más pobre, el pueblo más cansado, y la élite más firme en sus privilegios.




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