José Ángel Acosta León, destacado artista cubano, embarcó en un viaje a La Habana el 5 de diciembre de 1964, luego de pasar más de un año en Europa. Durante su estancia en Francia, Italia, Países Bajos y Bélgica, Acosta fue considerado una revelación en el mundo del arte. Según el crítico neerlandés Hans Redeker, “Lleva dentro todos los rasgos que pertenecen a los grandes de hoy y a las celebridades del mañana”, refiriéndose al talento y potencial del pintor. Sin embargo, nunca regresó a Cuba, desapareciendo misteriosamente del barco en el que viajaba, un suceso que aún no ha sido esclarecido.
Las teorías sobre su desaparición varían, y una de las más morbosas sugiere que fue víctima de un asesinato, mientras que la versión más difundida plantea que se trató de un suicidio. Esta hipótesis se apoya en la difícil vida de Acosta, marcada por constantes problemas emocionales. Su carácter introspectivo y su lucha interna fueron siempre parte de su personalidad, como lo describieron aquellos que lo conocieron bien.
A lo largo de los años, Acosta León se había convertido en una de las figuras más prometedoras de la plástica cubana, especialmente en los años 60. Sus obras, influenciadas por el surrealismo, presentaban formas animales, humanas y mecánicas, fusionadas con elementos de la realidad cubana, como cafeteras, tractores, palmas y yunques. Estas representaciones surrealistas y oníricas reflejaban su angustia existencial, mostrando personajes flotantes en paisajes desolados, como una forma de escapar y comunicar su dolor y su visión del mundo.
Su carrera alcanzó un punto álgido cuando presentó Familia en la ventana, una obra que rompió con el academicismo de su tiempo, ganándose el reconocimiento en el Salón de Pintura y Escultura de 1959. Ese mismo año, ganó el premio Adquisición en el Salón Anual de Pintura del Museo Nacional de Bellas Artes (MNBA) y participó en la Bienal de São Paulo, donde compartió exposición con artistas como Cundo Bermúdez y René Portocarrero. En los años siguientes, sus trabajos reflejaron elementos de la realidad cubana, como la introducción de naves y estructuras en sus obras, que surgieron de su experiencia como obrero, fusionando la fantasía con la cotidianidad del país.
Alcanzó fama internacional gracias a su talento, lo que le permitió estudiar en Europa con una beca de la UNESCO. Durante esta etapa, expuso en prestigiosas galerías de París, Ámsterdam, Róterdam y Bruselas, donde interactuó con artistas como Roberto Matta y Yves Tanguy. Fue en este contexto europeo donde se reconoció la profundidad emocional de su obra, como lo señaló el crítico Hans Redeker: “Pasó gran parte de su vida luchando contra sus miedos, sus obsesiones, todo ello anhelando el reconocimiento como creador”.
Entre sus obras más destacadas se encuentran Cafetera no. 1, Juguete, Reloj y Autorretrato. Su estilo innovador y su capacidad para transformar objetos cotidianos en símbolos de gran carga emocional lo consolidaron como un artista único. Sin embargo, a pesar de su éxito y reconocimiento, su desaparición en 1964 sigue siendo un misterio, y su legado artístico continúa siendo una parte fundamental de la historia del arte cubano, marcado por el dolor, la soledad y la búsqueda incansable de su identidad.